22/08/2009

Y, ¿si remedio no alcanza?

Dicen que nadie sabe realmente lo que tiene hasta que lo pierde. Yo creo que nadie sabe lo que tiene hasta que no hace una mudanza. Sólo quienes han hecho una o están de lleno en el lance son conscientes de la cantidad ingente de cachivaches, de todos los caletres, que es capaz de contener una casa, un hogar. Y si se tienen pululando por ahí niños, más. No son sólo esos bártulos apilados en infeliz adocenamiento en un armario, en un trastero o en empolvadas cajas que duermen bajo las camas buscando un espacio imposible y una paz ficticia y molesta. Es el montón impertinente de cacharros que se escondieron imperturbables en rincones inaccesibles o bajo muebles amigos de una poderosa gravedad.
Ni Dios con sus duras pruebas ni el Demonio con sus tentaciones consiguieron socavar la paciencia proverbial de Job. Pero, porque a ninguno de los dos se le ocurrió probarle con una mudanza.
Cuando, providencialmente, se cuenta con la inestimable ayuda de algún amigo que no hace ni el huevo pero que, en su empeño altruísta anima y acompaña en las cervezas, todo es más llevadero. Si la muda hay que hacerla en solitario, la metáfora más aproximada sería la de un ciclista subiendo un colosal puerto de montaña echando el bofe, con la lengua fuera y el alma hecha añicos por el esfuerzo.

Hay gente -porque hay gente para todo- a la que le gustan las mudanzas por lo que tienen de ritual, de ceremonia de cambio, de ilusión, de esperanza. A esa gente no le importa el número de cajas a llenar y lo hacen como si estuvieran en un concurso de la tele en pos de un suculento premio. Esa gente no se para a pensar no ya en que después de encajar hay que desembalar, buscar nuevos asientos y romperse los sesos buscando el milagro de huecos útiles, sino en todo el intermedio afanoso y desesperante que conlleva el change.
Yo lo pienso y ganas me entran de dejar mis bienes vacantes, relictos a la espera de mejor dueño que los aprecie en lo que de verdad valen y cuestan.
Pero, el sentido de la propiedad está muy enraizado en el hombre y resulta difícil desprenderse de cualquiera cosa que nos pertenezca; da lo mismo que sea un calendario del 36, un enjambre de cromos desvaídos y esclavizados por la humedad o aquella postalita cursi que nos dio el primer amor y en la que escribió la cita más celebrada del genio hindú: no llores por no ver el sol...

El caso es que sin darnos cuenta nos convertimos en grotescos caracoles, nos echamos la casa a cuestas y sonreímos estúpidamente a los vecinos mientras respondemos a la evidencia: ¡sí, sí: ya nos vamos!