17/02/2010

Los secundarios


Un poblado plano, apenas habitado. Sólo es una triste y fría calle, embarrada, flanqueada por unos cuantos edificios de madera. Uno de esos edificios es el "saloon". Jack espera a Alan que es, en esa realidad, Shane el desconocido.
Jack espera a Alan. Quieren matarse, zanjar una cuestión que está fuera de su alcance: Alan-Shane, tras el desigual enfrentamiento, se aleja. No sabe que es una ficción y que Jack, parapetado tras su histriónica sonrisa cadavérica, le ha vuelto a descerrajar en la realidad, una vez más, un tiro en la cabeza.
En esa larga metáfora ambos son clichés, calcos perfectos, plagios del mundo real: secundarios.
La vida está plagada de secundarios; de hecho, la mayoría somos secundarios o figurantes, extras.
Nuestro papel está por encima de nosotros y a veces, sólo a veces, en contadas ocasiones, se nos permite una ligera improvisación y rozar el mérito protagonista o el alarde antagonista. Una pequeña variación, licencia, que en nada afecta a la épica reiterada de nuestro dramático tinglado.
Llevamos siglos condenados a repetir, una y otra vez, las mismas escenas de un guionista que ha perdido la inspiración y tiene que recurrir a escenas ya escritas e interpretadas.


 














A ver qué pasa

Ni soy científico ni de erudito diletante me precio. Sin embargo, ha prendido la mecha de la curiosidad y quiero hacer un experimento -o especie de ello- sin ningún valor, sin ninguna pretensión.
Los humanos, creo, somos selectivos en la transmisión oral de las cosas. Ignoro cuáles son los factores influyentes en la selección ni qué variables habrían de ampararse así que esto -experimento o lo que sea- no pasará de ser algo testimonial y, por supuesto, circunscrito a mi limitado ámbito.
Trataré, con los escasos talento y gracia que me caracterizan, de inventar un chiste y una palabra. Los dejaré allí donde tenga oportunidad y esperaré, pasado algún tiempo, que cualquiera de ambos -chiste o palabra- revierta a mi. Ya advierto, si no lo hice antes, que no confío un higa en que salga ni remotamente bien. Reitero que es un capricho. Una veleidad, si se quiere, absurda; pero, que a mi me apetece alentar.
Sin más, procedo.

El chiste:

Dos tipos se encuentran en la calle. Se saludan y uno pregunta al otro:
-¿Qué tal todo? ¿Qué tal la familia? ¿Y tu mujer?
-¡Ah! -responde el otro-. Pero, ¿no lo sabías? Me ha dejado mi mujer.
-¡Vaya faena! Y, ahora, ¿qué vas a hacer?
-No, si yo estoy bien. Ahora voy con tres: una de treinta, una de cuarenta y otra de cincuenta.
-¡Joder, eso es impresionante! ¡Qué tío! Así que con una de treinta años, otra de cuarenta y otra de cincuenta.
-No, años, no: euros.

La palabra:

bércigo: gilipollas o similar, úsese libremente.

Bien, ahora les damos suelta y a esperar. Ya contaré qué fue de tan tonta iniciativa.

Ni están ni se les espera...

Tengo la dramática impresión de que la magnitud del problema ha desbordado a nuestros políticos. Les ha venido tan grande que ahora, desorientados los unos y desconcertados los otros, se limitan a marear la perdiz incapaces de afrontar el asunto con soluciones eficaces, con propuestas coherentes, con iniciativas válidas.

Después de meses y meses de discusiones estériles sin que nadie se remangara y afrontara situación, la esperanza se ha diluido y, en su lugar, se ha instalado el frío de la amargura.

España no puede, esa una realidad elemental, reabsorber el volumen de desempleados que tiene. Es, de todo punto, imposible incorporar de nuevo al mercado laboral a tanta gente por mucha inversión que se haga; y mucho menos cuando las empresas que reciban ayudas y subvenciones, lo primero que harán es aplicarlas en su provecho, como siempre.

Ignoro qué soluciones mágicas habría que tomar. Sí sé, no obstante, que por mucha magia o énfasis milagroso que contengan serán o insuficientes o inoperantes.

Sospecho, y la intuición me parece acertada, que la vía de reparación pasa, inevitablemente por fomentar de una manera excepcional y masiva el autoempleo con beneficios y opciones que rocen el fondo perdido. Esto, lógicamente, acarreará nuevos problemas; sin embargo, también cubrirá parcelas de la economía que ahora son eriales.

Se fomentaría el empleo.

Se incentivaría la competencia y la productividad permitiendo una aproximación a esa variedad que el mercado necesita y a esa famosa autorregulación tan difícil de conseguir porque los únicos que pueden son los fuertes que, además, diversifican a voluntad, en disparidad de armas, y son los que sobreviven siempre.

Se me ocurren, a bote pronto, un par de cosillas más que también entrarían en la sección de beneficios; pero, como soy demasiado impaciente, las dejaré para mejor ocasión.