06/04/2011

Tempus fugit...

lguien me dijo, hace algunos días, que se empezaba a envejecer cuando se empezaba a recordar. Estrictamente eso no es así; pero, comprendí enseguida el sentido de sus palabras.
Yo ya había pensado (si no lo mismo) algo parecido antes; sin embargo, quizá no me entendí por ser un pensamiento propio y posiblemente imperfecto.
También puede ser que ahora sea capaz de procesar aquella idea porque ahora es cuando tengo más días vividos, más experiencias, más elementos de juicio, más recuerdos (y más contradicciones) y, por lo mismo, una perspectiva más amplia -o distinta- de mi entorno y de mi mismo, más claves para traducir ciertos mensajes.
Recuerdo que tomé algunos meses atrás una decisión irrevocable que no cumplí. Me propongo, esta vez, llevarla a la práctica hasta sus últimas consecuencias.
Pero, no son esos recuerdos a los que se refieren estas inconsistentes palabras.
Esta mañana iba solo, por la calle, cuando sin saber cómo ni por qué me ha asaltado una sarta de imágenes antiguas, de nombres asociados a mi infancia y que, por afinidad o proximidad, han ido derivándome a una memoria conmovedora por pasada y por irrecuperable.
De los dibujos animados de Simbad el marino y su cinturón mágico -que se apretaba cuando estaba en peligro y tras despedir unos rayos o chispas le confería un vigor colosal- he pasado a Shazam y a aquel otro en que alguien unía dos mitades de un anillo, roto de forma irregular, que encajaban perfectamente y le dotaban de fuerza o le concedían un deseo. Estos retales me han llevado -todo con una rapidez trepidante- a un balón, a algunos amigos, a algunos hechos que por buenos o malos han permanecido.
Esos son los recuerdos que nos advierten de la llegada inminente a ese punto de quiebra. Son los que nos anuncian que se ha pasado una línea divisoria a partir de la cual la vida, toda una vida, queda resuelta y a la espera del desenlace final en cualquier momento. Sí, porque de repente entra la noción clara de que esto se acaba y de que lo hace sin avisar. Entonces he mirado hacia atrás: el pasado es mucho más extenso que el posible porvenir: esa es la terrible confirmación.
Luego viene la sensación de no haber vivido nada con la intensidad que merecía. De haber derrochado el tiempo en infames momentos de los que sólo quedan unas pocas cenizas honorables.
No hay arrepentimiento, ni angustia, ni amargura. Únicamente una pizca de desencanto y el regusto acibarado de no poder desandar el camino, de tener que aceptarlo con resignación. Empezamos a "vivir de lo muerto", del pasado, recreándonos en evocaciones insustituibles para poder soportar la realidad; una realidad carente de sentido, una realidad inútil a la que no se debe ninguna devoción.
A eso se refería cuando lo dijo; a eso me refería cuando lo pensé. Y quizá tengamos razón.