02/07/2011

A partir de mañana...

ada día me resulta más difícil escribir. Quizá porque no tengo nada qué decir o, quizá, porque a mi manera ya lo he dicho todo. Puede, también, que por fin me haya dado cuenta de mi falta de talento a pesar, muy a pesar, de los ánimos condescendientes de un espléndido grupo de amigos cuya inquebrantable paciencia lectora mantiene, si bien en la cuerda floja, mi precaria palabrería.
De la misma manera podría ser que, sumándose a la carencia de facultades, anduviera por ahí enredado un hastío determinante, severo. Un hastío preñado de descontento, de desilusión, uno de esos que agalbanan el espíritu con un poderoso desafecto llenándolo de angustia y amargura.
La realidad es pertinaz. La realidad llueve sobre las esperanzas y las arrastra, embarradas, hasta las desembocaduras de la nada. Luchar contra eso, escribir contra eso es faena de ilusos. No por la realidad en sí misma, dinámica y modificable; sino porque viene impuesta por hombres, por un grupo poderoso que implanta al resto la circunstancia que ha de acarrear suplantando a la que podría ser, a la que debería ser.
Miro, con frecuencia, hacia atrás, al pasado, y veo que apenas ha cambiado nada. En el hombre, digo; a sus conductas, usos y costumbres me refiero.
Visito mucho a los clásicos del de Oro. Fatigo con fruición, sobre todo, a don Francisco y a don Félix y de ellos, en lo que puedo, extraigo cuanto jugo soy capaz de absorber aunque mi cántaro, lleno de agujeros, enseguida se vacíe y vuelva yo a ese estado inicial de "panfilez" absoluta e irremediable. Quedan, eso sí, algunos resabios, zurrapas amargas inconmovibles que alientan la comparación de los tiempos.
Lope me lo repite con incansable afán:
"Dos polos tiene la Tierra,
universal movimiento;
la mejor vida el favor,
la mejor sangre el dinero".
Y atiendo a sus palabras y las rumio y comprendo que todo esto y más me lo dijo (nos lo dijeron) hace siglos y sigue vigente. Habla del nepotismo y del poder del dinero. Comprendo, entonces, la resignación ancestral, la inercia atávica que enseña a convivir con la ira contenida... Y no lo comparto.
¿No lo comparto porque no lo entiendo? Tal vez. Reconozco mi ignorancia. Y mi limitada capacidad de comprensión.
Y entiendo que esa limitación modifica mi visión y mi versión del mundo, la realidad que percibo. Ese error me hace perder la perspectiva, o el enfoque, y me empuja a intentar el noble arte del silencio.
Sí, debo callar por prudencia, por sentido común; porque no procede enjuiciar desde la más absoluta necedad las afirmaciones de la pléyade de sabios que me aleccionan cada día a pesar de mi irredenta "distracción" o ¿será abstracción? ¿O ninguna?
Columnas sapienciales que me dirigen hacia la correcta interpretación de esa realidad de la que abomino y que repudio por parecerme impostora. Me lo explican una y otra vez mientras yo me empecino, bruto inconsecuente, en ver molinos donde hay gigantes. Me lo explican una y otra vez y yo, testarudo, acicato a mi famélico rocín e intento embestir, junquillo en ristre, al poderoso Golías; intento, vano empeño, acometer contra la fortaleza con una pompa de jabón, ingrávida y sutil. Todo por un daltonismo procaz emanado de mi inexplicable discrepancia.
Y, para colmo, soy un desagradecido. Debería hincarme de hinojos ante esas fontanas del conocimiento e implorar su devastador perdón mil veces mil.
Pero, no. Yo no. Yo reincido. Sale uno de esos pilares y me asegura que la ley está para cumpirla y le pregunto que por qué si veo a mi alrededor todos los días cómo esa premisa se la pasa él (y sus iguales o similares) por el arco del triunfo y alego, además, que una ley no puede estar por encima de la justicia, que si se hubiera seguido a rajatabla esa proposición aún estaríamos bajo la ley romana o... O sale uno de esos pilares y me dice que el cauce para reivindicar el cambio de reglas de su juego amañado es desbancándole en la mesa. Omite, por supuesto, que la baraja es mía y que soy yo el que debe decidir quién juega y quién no, cuándo debe juegar y cómo debe hacerlo porque está apostando con mi dinero y, además, soy el dueño del casino: no él. Lo omite y me obliga a abandonar mi propia sala. O sale uno de esos pilares y me descerraja, contundente, que la culpa de la crisis la tienen los ciudadanos porque vivieron por encima de sus posibilidades y no los bancos que subieron, desproporcionadamente, el precio de la vivienda, que practican la usura descarada y ruin; ni los mercaderes que equipararon el todo a cien con el todo a euro porque el equilibrio estaba en "una moneda por otra moneda" (aunque de valores distintos, se les olvidó decir) y también inflaron los precios obligando a solicitar créditos para mantener todos los pagos excesivos de las tarifas, de las comisiones, de todas esas pequeñas cosas y rutinarias que no contamos pero que están ahí, que hay que mantener mientras bombardeaban con el consumismo y así hasta el infinito y más allá pasando por el despilfarro de las administraciones, por el latrocinio impune de los "representantes"...
Pero, estoy equivocado y ellos tienen razón. Es lamentable que gente como yo ponga en duda su honestidad.
No comprendo el mundo. Debo admitirlo y renunciar a mi escandalosa insistencia que en nada ayuda. Debo asumir los argumentos de los sabios sin rechistar. Debo dejar de dudar de sus palabras horras. Debo inclinarme ante ellos y pedirles perdón y quedar satisfecho con sus verdades que son universales y absolutas. Lo que ellos digan va a misa. Si, debo someterme humildemente a su criterio y a sus filigranas y dejar de enredarme en absurdas revoleras. Debo empezar a callar... Sí: mañana empiezo.