17/09/2016

EL MOTÍN (SOCIAL)

  Acaso sólo sea una extensa metáfora sobre el poder; sobre una lucha justa que pretende, infrustuosamente desde las normas establecidas, cambiar los modales de un poder tiránico cuya lucha es la de mantenerse incólume. Puede que, en definitiva, sea la pugna eterna entre el bien y el mal, siempre quebrados por confusas interpretaciones y desatinadas atribuciones.
  La ley establecida debe ser, a juicio de quienes la defienden, respetada, seguida e incluso venerada. Una ley que no puede ser transgredida a pesar de su excesivo rigor, de su injustificada rudeza, de su inexplicable desequilibrio. Todos deben vivir bajo esa ley y todos deben someterse a ella sin más amparo que el derivado de la obediencia. Una ley conveniente a la jerarquía gobernante con la que mantinen sus rangos, sus prerrogativas y un orden indiscutido e indiscutible. El capitán Bligh lo sabe: gracias a esa norma él es intocable; esa norma le permite ser inflexible sin remordimiento y sin castigo; esa norma le permite excederse en el tratamiento a los inferiores mientras él no puede ser respondido siquiera. Bligh puede, caprichosamente, amparado en la ley, injuriar, torturar o ajusticiar sin temor a ser reprobado o condenado por ello. Pero, Bligh no es más que un trebejo del despotismo regente, un engranaje más de la cadena de mando sobre quien recae, dado el momento, la dudosa responsabilidad de gobernar una pequeña sociedad. Nadie enjuicia ni pone en duda su mando hasta que la firmeza del gobierno pasa a ser la satrapía de un orate, de un hombre absorbido por el delirio del poder.

  Entonces... ¿Entonces qué ocurre? ¿Lo esperado? ¿Lo natural? ¿Lo lógico y razonable? Lo que ocurre es todo lo anterior. La tripulación, harta de verse desposeída, ninguneada, sacrificada y salvajemente sometida y deliberadamente despojada de su libertad y derechos se indigna y rebela. No toda la tripulación, claro: en todo amotinamiento social siempre hay quienes, cobardes o conformes con su situación dentro del entramado y convencidos de que ese es el estado natural de las cosas, se mantienen al margen sin participar, o incluso zancadilleando -en extraña connivencia con sus verdugos- a quienes participan en la algarada; ni siquiera todos los más perjudicados se levantan. Sólo lo hacen aquéllos que ven la injusticia a que se les aboca y se niegan a seguir aceptándola. Sin embargo, el poder dominante, el establecido “legalmente” (así, entrecomillado) se opone, evidentemente: ¡Cómo es esto? ¡Cómo osan enfrentarse a la norma, a la ley? ¡Con qué derecho intentan deponer al poder y a sus representantes? ¡Ni hablar! La paz social del buque impone el respeto a lo establecido. Amotinarse es un delito flagrante que debe ser convenientemente castigado. Es un pecado. ¡Un atentado contra la sociedad de bien! ¿O es que pretenden despojar a la sociedad de sus derechos? ¿Quién les da esa atribución? ¡Ni hablar! ¡No, no y no! ¡Es preciso reducir a los revoltosos que quieren subvertir el orden y arrojar del poder a quienes lo detentan (no sustentan ni, mucho menos, ostentan)! Porque sólo una ley es buena: la que rige. Y querer cambiarla, hacerla más justa, más humana, más equilibrada es algo que ya determinarán en su momento si lo consideran oportuno quienes tienen el poder... Ahora.

  Por cierto: Fletcher (no sé si es el trasunto de la virtud y la equidad, de la justicia) muere ; Bligh (el absolutista, el infame arbitrario que todos aborrecemos), vive. Deshonrado con la boca chica, humillado con un coscorrón; pero vive y mantiene sus privilegios y su hacienda intactos; ¿removido de su puesto? No, por cierto: respuesto en él y aplaudido cuando no envidiado. Es aquí cuando los próceres, los patriotas que jamás traicionarían a su tripulación ni a su patria, ni a su honor, ahogado ya su sofoco, se congratulan y afirman sin pudor que por fin se ha hecho “justicia”, que el Estado de Derecho y el Orden están salvo y que la solidez de las instituciones queda fuera de cualquiera duda. Da qué pensar. No sé si me explico...