09/07/2009

El traje nuevo del emperador


Uno de los pocos cuentos infantiles que recuerdo, medianamente bien, es éste: el de "El traje nuevo del emperador". Y lo recuerdo no por una cuestión de alarde memorístico, sino porque es difícil olvidar la imagen de un soberano desnudo recorriendo las calles, humillado ante su pueblo por su propia vanidad. Fue un niño quien puso el grito en el cielo -como lo podría haber hecho un borracho o, tal vez, un juez-, el que descubrió el pastel con su inocente sinceridad: "Pero, ¡si está desnudo!" Entonces, el pueblo que estuvo hasta ese momento en su adujado silencio adocenado prorrumpe a gritar lo evidente; o la parte de la evidencia que más le interesaba gritar, la parte que le permitía el desahogo y la mezquina venganza.
Me ayuda a recordarlo con esa cierta precisión el que la edición estuviera ilustrada con unos espléndidos dibujos. En el momento crítico se veía a un rey gordinflón, opulento y arrogante, amparado bajo una sombrilla que portaba uno de sus lacayos, avanzando ventripotente, barbilla alta, chulesca, entre dos flancos abarrotados de súbditos miserables. De uno de ellos sobresalía el niño, brazo en ristre, dedo índice dispuesto a dispararse.
La moraleja del cuentecillo, lógicamente, se centra en la banal soberbia del monarca y en él se ceba para procurar un paradigma eficiente.
Y está bien. Y así debe ser. O debería ser porque, en la actualidad, tal mentalidad sería discutida hasta la extenuación; más si tenemos en cuenta que vivimos en la sociedad de la imagen, en todos los niveles. Proclamar austeridad, humildad, sencillez es inútil porque cada quisque "tiene derecho a optar por lo que más le guste" sin que nadie le juzgue ni le critique por eso.
No obstante, admitamos que es una lección merecida la que recibe el emperador (ojalá todos los reyezuelos y demás coronillas recibieran lo suyo después de tanto expolio secular); admitamos que es justo que alguien como él vea cómo le llega su sanmartín y cómo el ofendido pueblo se saca su espina: se ha hecho justicia.
El cuento, me parece, termina ahí o por ahí. Pero, yo estoy convencido de que sigue y que el autor, por no imagino qué razón, omite el verdadero final, el desenlace definitivo.
Doy por sentado que el rey volvió (avergonzado, sí; pero volvió) a su palacio. No es una conjetura descabellada ni una hipótesis obtusa: el rey, por lógica elemental, hubo de volver.
Doy también por sentado que en su cabeza llevaría una idea pertinaz. Capturar a los estafadores (porque delincuentes eran) y hacer caer sobre ellos el imperio de la ley, de su ley, se habría convertido desde el dedo apuñalador del infante en el objetivo primordial e inmediato de su existencia contrariada.
La comidilla popular, la filatería de comadres y alcahuetas, los rumores de vecindad, tenderían a extender la especie del merecido castigo recibido por su vanidad y, a la par, a exonerar a los pillos que fraguaron el engaño, desvaneciendo en sus fueros una parte fundamental del análisis y la justa visión de los acontecimientos: el rey, independientemente de la legitimidad de su poder, estaba en su derecho de mandarse hacer el traje que le saliera de los compañoñes; mientras que los zánganos canallas son -por muy amigos del Dioni que fueran- delicuentes indiscutibles. Por ello son quienes merecen un castigo ejemplar: por el engaño, por el fraude.
El autor, por lo que sea, omite esta parte. Quizás alentado sólo por la noble intención robinjudesca de hacer justicia y devolver al pueblo sometido parte, siquiera en dignidad, de lo que le han robado los poderosos desde hace centurias, casi milenios sin el casi.
Desde esta perspectiva las cosas cobran un matiz diferente y dan un giro que, probablemente, muy pocos se han planteado. En fin, que el rey es un cenutrio de tomo y lomo está claro; pero que quienes se han aprovechado con mentiras y trampas son los sastres, también. Y quienes deberían ser perseguidos por el Consejo de Jueces del Reino -o lo que judicialmente rija allí-, del reino de ese monarca (bueno, es emperador: que no es lo mismo), son los jetas que le sacan los cuartos por nada.
Cada súbdito seguirá aportando, con mayor o menor tino, su opinión en el asunto del traje que conmovió un imperio; pero, argumento arriba, argumento abajo, lo que es, es... Por definición.


Declaración de un hombre indefenso

Con frecuencia me pregunto qué habrá tras la propuesta de un político, qué aviesa o nepótica intención le empujará. Cuando se anuncia un reforma, de algo -lo que sea-, busco qué interés persigue, a quiénes beneficia.
Por ejemplo, de repente a alguien se le ocurre que hay que señalizar todas las carreteras con un voluminoso y bien visible cartelón que anuncie "Gracias por su conducción responsable". A nadie se le escapa la estupidez; pero, como ha sido aprobado por el Consejo de Ministros y convenientemente publicado pues, nos la envainamos sin darle más a la mollera. En cada materia gris cabal quedará el poso de la innecesaria gratitud y del gasto, oneroso, que supone no para quienes administran el dinero de todos y no el suyo propio que quedará, como siempre, salvaguardado.
Entonces viene la pregunta: ¿no será el tío que fabrica los cartelitos primo -o similar- de alguno de estos mequetrefes?
Y, hombre, porque no nos vamos a poner a buscar una relación parental o amistosa a estas alturas... Pero, huele que apesta.
En fin, todo esto para llegar a una clara conclusión: cada norma, cada ley elaborada por nuestros políticos tiene un trasfondo concreto y bien perfilado desde el que se beneficia a alguien próximo de alguna manera y esto es así porque la realidad de nuestros gobernantes difiere mucho de la que sufrimos a diario el resto de los súbditos mortales de este puto reino.
Y esa sólo es la punta del iceberg...

La edad y la nostalgia

De repente uno siente la necesidad de recordar los nombres que compartieron su infancia y su adolescencia. Nombres que creyó "amigos" y que el tiempo y la distancia -el olvido- han revelado como meros acontecimientos comunes. Surgen rostros antiguos y la imaginación trata de aventurar cómo serán ahora. ¿De aquellos afectos exaltados que queda? Ahora uno piensa que nunca fueron, que existieron porque la percepción del momento obligaba a sentirse arropado por una pequeña farsa sin más sentido que el de sentirse parte de un algo incomprensible. Entonces, uno, se percata del paso inexorable del tiempo y de que la vida es un enorme e intenso vacío que tratamos de llenar de la mejor manera posible para sentirnos vivos. Se hace balance procurando, para evitar la frustración, que sea positivo aunque en el fuero interno, palpitando brutalmente, cabalga la terrible intuición de que nada ha sido como queríamos, de que hemos pasado por aquí sin pena y sin gloria.
Ese debe ser uno de los síntomas, quizás el primero y más devastador, de que nos hacemos mayores, viejos, y de que lamentarse ya no tiene sentido porque la edad nos ha vencido irremediablemente.
Luego viene el buscar fotos, el evocar anécdotas. Se miran con intensa curiosidad mientras se desea que todo sea irreal, un sueño; se rememoran con el anhelo de que no hayan pasado para que vuelvan, mañana, a pasar y recuperar así un tiempo desvanecido.
Lo he hecho esta mañana y he comprendido que todo es absurdo y que el hombre, en la medida de sus posibilidades, se limita a intentar no pensar en ello, en la nada, en el vacío que merodea y al que estamos destinados: acabo de hacerme viejo.

08/07/2009

¡Uzté ez idiota!

Se hacen lenguas de que en una famosa tertulia vespertina, andábale don Ramón dando vueltas a cierto asunto de interés patrio, en su vertiente consular, cuando animado por su imaginación desbordante vino a ponerse estupendo:
- Eztaba yo cazando leonez en la India...
- En la India no hay leones- le interrumpió uno que estaba de oyente.
- ¡Uzté ez idiota!- proclamó Valle irritado por la intromisión y por la corrección.
- ¡Oiga -se revolvió el ofendido-, que yo a usted no le he insultado!
- Ni yo a uzté -respondió don Ramón-: le he definido.

A día de hoy esta ingeniosa y lacónica anécdota no sólo sería impensable, sino que todo el caudal de inteligencia que encierra sería imposible.
Para excusar la falta de "culturilla general" (no ya de CULTURA) culpamos a las "nuevas tecnologías", nos escudamos en lo apremiante de las situaciones o lo imputamos a una natural economía lingüística que es, a todas luces, ajena a la realidad del problema. Porque el problema, escúdese quien quiera tras de lo que quiera, es que los pilares de aprendizaje de la lengua fallan. Ni los "maestros" de hogaño están tan cualificados -a todos los niveles- como aquellos maestros de antaño, magister ludi, cuyo saber rayaba lo enciclopédico, ni los baluartes que fijan, limpian y deberían dar esplendor están por la labor más ocupados ellos en obtener fondos con que mantener la Real Academia Española (no de la Lengua, como dice alguno de sus "ilustres miembros") que en velar y actuar con medidas efectivas dirigidas a frenar el incremento de la estupidez. Aliados con un periodismo carente del más elemental buen uso de su herramienta de trabajo por naturaleza, han condescendido a admitir una sarta de sandeces sólo por el hecho de que se usan. "Lo dice la mayoría", afirman. Y, ¿cómo lo saben? ¿Nos han preguntado a todos? Evidentemente, no; pero, como nadie lo va a poner en tela de juicio...
El caso es que entre la indolecnia de unos y la estulticia con que nos lapidan diariamente los otros, cada día hablamos peor y lo que es peor, lo asumimos.
Hablar bien -sin necesidad de ser hablista- y escribir correctamente parecen dos actividades proscritas, dos cosas de las que avergonzarse. Es mejor no ser tildado de "culto" o "pedante" o "petulante" (la mayoría de la gente no sabe qué significan esos términos) y pasar inadvertido, confundido por igualdad de ras con el resto. Sí, desde luego es mejor eso. Eso y decir que un deplorable atentado, un atentado abominable, es "deleznable"; es mejor soltar en la crónica que los "convoys avanzaron hasta..."; es mejor preguntar "¿quién estaban reunidos?" y todas esas maravillosas creaturas fruto del amor a la ignarocracia. Y así llegamos al cénit cuando el presentador del telediario -antes llamado "locutor", y del "boletín informativo"- nos comunica tácitamente que el verbo abolir se conjuga como cualquier otro de la tercera: "El gobierno abole..."
Y, claro, así día tras día, indefensos y bombardaedos de continuo, es razonable que terminemos todos siendo parte activa de la Nueva Babel. ¡Y sin necesidad de liarse con la "res hembrista"!

La muerte de los ídolos


Ahora será rey y reinará en su ruín Olimpo del "pop". Ahora será un genio excéntrico, un ser extravagante, el creador que hizo época, que marcó un hito, que creó escuela, que innovó. Será el Único, incontestable, el hombre tocado por la gracia y cuya estela, idolatrada por millones de energúmenos, será la referencia universal sin la cual ningún terrícola podrá respirar, amar, trabajar, dormir.
Ha muerto, en olor de multitud, éso. Sí, éso. Ha muerto la incertidumbre del color, la adolescencia perenne, la materia gris desarbolada por un conflicto patético y obtuso: ha muerto Peter Pan de oro. ¡Loado sea aquel que pronuncie mil veces su nombre! ¡Denostado y maldito sea aquel que no oiga sus canciones, no vea sus "videoclips", no remede sus formas!
Ha muerto, sí. Pobre hombre: ¡que el mundo restalle en un unánime trallazo de lástima! ¡Nadie como él! ¡Que nadie pronuncie su nombre en vano! ¡Condoleos porque ha muerto él!
Así lo haré yo también. Me conmueve la despedida que ha tenido, merecida. El mundo, de polo a polo, de este a aquel, llora su ausencia: ¡nos ha dejado huérfanos!
No importa aquel hombre justo que murió en el mismo instante solo, sin quejas, sin amigos que plañieran su pérdida. No importa ninguno de los que generosamente entregaron lo que tenían a los hombres que, tras ellos, recogían las hierbas que arrojaban.
¿Cuántos -con lo buenos que son estos tipos y familiares- hubieran comido con lo que ha costado su entierro y toda la "parafernalia", toda la pompa, que le ha acompañado?
Mundo hipócrita y absurdo: ¿de qué nos quejamos?

Tahures chengos

En política, al menos en la española, uno cree haberlo visto y oído todo. En política, al menos en la española, uno termina claudicando ante la evidencia y fraguando ese escepticismo deplorable que induce, irredcutible, a la estupidez prójima y la desazón propia: "yo de política no entiendo"; "yo en política no me meto". Porque nos hemos acostumbrado a ser comparsas de un género, de una ralea canalla, cuyo único y cardinal interés es llegar a un puesto de cierta relevancia y mantenerlo a toda costa como los piratas defienden un botín, ilícito, pero goloso. Si a esta farsa terrible a la que asistimos mudos, o idiotizados (la mayoría), por la carencia absoluta de criticismo, de capacidad de análisis y de razonamiento elementales, le añadimos la estolidez de un juez que no se resigna a permanecer en el anonimato laborioso de su despacho y sale a la palestra en busca de una venganza inexplicable, pues cerramos: el cuadro está completo.
Sin embargo, no es eso -desde mi punto de vista- lo preocupante. Lo que me da verdadero terror pánico es que todos los puestos donde la independecia y la imparcialidad deberían estar aseguradas están copados por "afines" a un partido político concreto con lo que ni imparcialidad, ni independencia, ni legalidad, claro.
Si en este escenario esperpéntico ponemos a la diva Pajín y sus coristas, a la momia de la vega y algún blanco de alma negra como la pez... ¡Menudo panorama!