10/05/2012

(A)Paga y vámonos

A uno le dan ganas de apagar e irse; al otro barrio, al otro mundo o adonde sea. Pero, lejos, muy lejos de aquí, donde no le rocen los sentimientos. En otro lugar (que no sea el otro barrio ni el otro mundo), las miserias y las facturas también dolerán aunque lo harán de otra manera, más resignada, más asumida por eso de estar en tierra extraña y tener -por imperativo no sé qué- que acatar las normas allí establecidas y tomar donde las dan y a callar que es bueno.
Ahora, porque estamos como estamos. Mañana será por otra cosa. Vivir en España es llorar. Ha sido así siempre, siglo tras siglo. Podremos achacar nuestros males, como de costumbre, a causas externas perversas conjuradas contra nosotros. Así nos sentimos mejor, culpando a los demás nos aliviamos del peso del remordimiento y nos consideramos víctimas de la injusticia, de la infamia y de la perfidia de los otros. Cualquier excusa antes que reconocer que, en gran medida, somos nosotros propios los responsables de nuestros problemas por pasividad. Los españoles nunca hemos sobresalido por otra cosa que no sea la picaresca y la corrupción. Nunca esta desalmada patria ha dado un estadista de altura y el único prestigio que aún pudiéramos conservar se lo debemos a un puñado (exiguo) de intelectuales y científicos. Siempre gobernados por jerarquías mediocres y corruptas, dignas descendientes de Nepote y Gestas,  alardeamos de haber expulsado a los invasores en desigual liza en pos de nuestra sacrosanta libertad, pero asumimos con dócil complacencia y conformismo que esa misma libertad sea cercenada por los caciques internos.
Nuestro enemigo no está afuera, agazapado, acechante. Nuestro enemigo está dentro, enquistado como una larga tenia que nos consume lentamente sin que intentemos siquiera extirparla. Nos quejamos del ladrón que entra a robarnos y nos esquilma la casa y no del portero que le franqueó la puerta con una amable sonrisa y una palmadita en la espalda y a quien, además, mantenemos en su puesto dándole -en reconocimiento a su labor- una jugosa propina.
La estructura de este país está podrida y no se repara con un calafate que unte las grietas con pegotes de viscosa brea. Apuntalar el edificio no es resolver su ruina: sólo es posponer temporalmente su derrumbe. De poco nos sirve cambiar los retratos de lugar en el salón cuando lo que hay que cambiar es de salón y de retratos.
Nos dejamos embaucar con una facilidad pasmosa. Nos gusta sentir en la cerviz el peso riguroso del yugo y vivir castrados, conformes con una porción de paja seca que rumiar. No nos importa recibir trallazos siempre que sean de nuestro "amo".
Somos un pueblo ignorante, sin otro criterio que aquel que alojan en nosotros los cuatro pelanas de turno desde sus púlpitos y tribunas, desde sus obscenas emisoras y rotativas, desde sus ruines y falaces atriles, desde sus siglas.
Y así nos luce el pelo. Nosotros, sufriendo en la cucaña pero felices de ver cómo los sinvergüenzas de rigor se ríen y divierten, desde sus balcones, de nuestros esfuerzos inútiles por un premio miserable.
Aquí, ya se sabe: sarna con gusto...

06/05/2012

DERECHO A MENTIR

Hace unos días me lo confirmó un abogado entrevistado por televisión. Mucho tiempo antes ya me lo habían dicho un par de amigos letrados: mentir ante un tribunal es un derecho.
Todo sistema judicial debe garantizar un proceso limpio y justo, Un "derecho" de dudosa legalidad y ninguna ética no puede prevalecer ni entrar en conflicto con el resto de derechos destinados a obtener una justicia efectiva y equilibrada, ecuánime. El procesado, el denunciado, el reo, tiene derecho a la mejor defensa posible. Sin embargo, la frontera del exceso es peligrosa. Usar de todos los recursos dables para obtener esa defensa no debe ser interpretado -arbitrariamente- como "todos los recursos sean cuales sean".
Amparar y admitir la mentira como se hace significa que el sistema judicial está viciado y corrompido desde sus cimientos. Sí, porque sentenciar en base a una mentira implica una sentencia manipulada, falseada, y por lo tanto errónea. Lo juzgado en función de una mentira asumida con complacencia por un juez es un engaño a la justicia, una trampa y, sobre todo, un fraude de ley que los tribunales se saltan a la torera gracias a la impunidad de sus acciones y a no tener que responder de ellas: carecen de responsabilidad legal y esa inmunidad, junto al corporativismo, deriva en una estructura corrupta ante la que el ciudadano está indefenso.
La mentira consentida no sólo soslaya la verdadera justicia; también perjudica a segundas y terceras personas involucradas en los procedimientos procurándolos, así, un absoluto desamparo legal y judicial.
Sin embargo, ni siquiera estas aberraciones fomentadas por la mentira son lo más grueso del problema planteado. Ya he comentado que una sentencia fundada en la mentira es errónea; pero, ese error en el fallo tiene un nombre: prevaricación. Y eso convierte a quien la practica en delincuente. Podrá un juez justificarse e intentar su propia exoneración arguyendo que él no puede determinar quien miente y quien no, Si un juzgador no es capaz de dirimir -con todos los mecanismos que tiene a su alcance- dónde hay una mentira, entonces no es buen juez y lo mejor que puede hacer es renunciar a su cargo/puesto antes de perjudicar a la parte "inocente", de castigarla, de condenarla de la manera más ruin e infame que imaginarse pueda.
No pasa día sin que nos llevemos la blasfemia indignada a la punta de la lengua viendo cómo nuestros fiscales y magistrados se mofan, descaradamente, de la ley (y por ende de la justicia) y cómo sólo su impertinencia es mayor que su arrogancia al saberse intocables. Sobre éso, podríamos ser muchos los caídos en la equivocación si no fuera porque son algunos miembros de la propia judicatura quienes, en una actitud que les honra, lo denuncian. Ellos y un amplio colectivo de abogados hartos de ver impúdicamente magreada la ley y vejada la justicia. De los ciudadanos, no digamos: ahí está la propia memoria elaborada por el ministerio.
Pero, pedir honradez en este país es como pedir peras al olmo.

04/05/2012

Desobedientes

La sociedad es cobarde y conformista porque el individuo (en general) es cobarde y conformista. La sociedad, la masa, el pueblo, sólo tiene poder cuando sus individuos se unen para afrontar un objetivo común. Lo que acabo de decir puede parecer una perogrullada; pero, no, no es una evidencia superflua: conviene recordarlo. Sobre todo porque entre los muchos conceptos falsos que nos hacen tragar con las grageas demagógicas, uno de los más abyectos es el referido a la legitimidad de las decisiones políticas. Según la grey política, sus resoluciones están respaldadas porque un tiempo antes "se les dio la confianza" en las urnas. Argumento-argucia que, dicho sea de paso, es más falso que un euro de cartón.
Los males que sufre la sociedad derivan de su estructura, de un sistema donde los individuos encargados de gestionar los centros de poder se perpetúan hasta la fosilización otorgándose a sí mismos, y por encima de la más elemental ética democrática, prerrogativas que les benefician y que, simultáneamente, merman la capacidad de reacción y defensa de la ciudadanía eliminando cualquier recurso o mecanismo con que ésta pudiera poner en peligro dichas prerrogativas.
¿La solución, entonces, para enfrentarse a los políticos? Yo creo que utilizando sus mismas armas. Armas que todos tenemos a nuestro alcance y que ellos mismos han puesto ahí sin darse cuenta de que lo hacían.
Durante mucho tiempo nos han recomendado, por ejemplo, que usemos el transporte público. Bien, aprovechando las subidas incomprensibles de combustible, hagámoslo. Usemos masivamente el transporte público para todo. PARA TODO. ¿Qué pasaría? De entrada se bloquearían los servicios y el colapso afectaría a todos los sectores. Llegar a trabajar tarde por culpa del transporte público no es responsabilidad del trabajador, pues éste no tiene obligación alguna de usar su coche para los desplazamientos laborales.
Dejemos de domiciliar recibos. Las colas para los pagos serán inmensas; pero, es otro sacrificio que merecería la pena. Nadie tiene obligación de tener cuenta en un banco. Nos lo han impuesto como nos han impuesto hasta el horario (¡encima!) en el que tenemos que realizar los ingresos (para su mayor comodidad). Si llegada la hora de cierre una sucursal arrastrara una fila que diera la vuelta a la manzana, ¿qué pasaría? Y más, ¿Y si además tuviera que emitir el correspondiente justificante? Porque, lógicamente, el usuario cumple, y la responsabilidad de que su ingreso no se haya realizado -con el consiguiente retraso en la recepción de la pastizarra por la otra parte- no es suya.
Son un par de ejemplos de los muchos que hay. Pequeños movimientos que hechos a gran escala conllevan una fuerza devastadora. Pequeños movimientos que situarían al ciudadano en la posición de poder que legítimamente le corresponde y que los políticos (y otros) le han usurpado descaradamente. Avances firmes desde los que reclamar, imponer y exigir dándose, a la vez, un reconfortante paseo por la libertad.
La desobediencia civil es posible y yo diría que sana y justificada y hace tiempo que, en este país, debería estar gastada por el uso.
El problema para llevar esto a cabo debe estar en que los ciudadanos españoles aún no se han enterado de que los soberanos son ellos y de que la calle es suya.

27/04/2012

Las ganas

Hoy he vuelto a oir el afilado reproche: ¿Cómo puede estar cansado si no hace nada?
Hasta hoy, día en el que estoy particularmente susceptible, no me había percatado del punto hasta el que puede llegar la estupidez humana.
Por un momento me he auscultado. Llevo dentro una tensión y una incertidumbre casi paralizantes, tan punzantes para el alma que dejan el cuerpo absolutamente devastado. Con este bagaje me he puesto en el lugar de los otros, de esos que apenas pueden hacer acopio de fuerzas suficientes para levantarse cada mañana; de esos que día tras día sufren la tortura de la desolación, de la angustia, de la amargura, y llego a la conclusión de que el dolor del alma no sólo lacera: mata. Mata a través de una lenta agonía.
Siempre he defendido que cada ser humano es un mundo, distinto y diferente. Hoy, además, empiezo a defender que las pautas generales, los remedios comunes, no sirven, que la sociedad es injusta y que me parece una absoluta falta de respeto juzgar un comportamiento determinado por criterios que no profundizan en la esencia del problema.

10/04/2012

¡A hacer puñetas!

Se rumorea que el ser humano lleva dándose leyes más de cuatro mil años. En realidad, lo que esto significa no es que el ser humano esté preocupado por la convivencia, sino que a pesar del tiempo transcurrido, aún no ha conseguido resolver el problema.
Anoche leía un "barómetro" según el cual más del setenta por ciento de los profesionales de la abogacía en España están disconformes con el funcionamiento de "nuestra justicia". La irritación de la ciudadanía también es palpable en los distintos sondeos en donde suele destacar una desconfianza estremecedora hacia los jueces y hacia su excesivo volumen de errores.
Y lo peor de todo es que tanto la desconfianza como la irritación están plenamente justificadas si atendemos a los datos arrojados por diversas estadísticas, algunas procedentes del "seno de la bestia", del mismo corazón de la máquina judicial.
Admitir leyes mal elaboradas, atrofia la justicia; pero, admitirlas y además justificarlas a través de sentencias es una aberración humana.
Eso es lo que ocurre en un sistema, como el español, viciado. Un sistema que permite un desamparo absoluto del ciudadano frente a un juez que se considera infalible y todopoderoso consciente de que sus decisiones nunca conllevarán un castigo hacia su persona; consciente de que dicho ciudadano, además, carece de mecanismos y recursos para ir contra ese juez que cobardemente se oculta tras el poder absoluto y la calidad de intocable que le confiere, inexplicable e ilógicamente, la toga. Que jueces y fiscales operen con la confianza de que sus decisiones quedaran impunes y ellos exonerados de responsabilidad, es abominable y, desde luego, contrario al principio más elemental de la justicia.
Las leyes, en principio, se crean para intentar hacer justicia, reparar daños y proteger la concordia social. De ahí que sean modificables en virtud de las necesidades humanas y no puedan ser consideradas axiomas ni dogmas de fe. Las leyes son, sólo, herramientas, normas orientativas que dejan de tener valor cuando no cumplen con la pretensión de hacer justicia. Apelar al cumplimiento de la ley, a su estricta interpretación, es un refugio miserable al que sólo los pusilánimes acomplejados acuden y bajo el que se excusan para lavarse las manos como Poncio... Y lo hacen. Pero, también hay que tener en cuenta la "interpretación", la opinión.



No debemos confundir justicia con ley.
¿Qué pasa cuándo un juez acude al tribunal con estreñimiento? ¿No se mueven también influídos por el aspecto de una persona, por su carisma o por las notas de sus hijos? ¿No tienen sus perversiones y depravaciones particulares, sus filias y fobias, sus maniqueísmos personales o sus fetiches?
El juez no es un ser excepcional ajeno a cada una de las influencias y estímulos a que estamos sometidos el resto de los mortales. Y precisamente por eso, porque comete errores, debe asumirlos: tanto en la interpretación de las leyes como por sus exposiciones o criterios personales a la hora de sentenciar. Ningún juez, ningún fiscal, puede jugar con la vida de un ciudadano con la impunidad con que hasta ahora lo hacen.
La caridad (por mucho que se diga) no empieza por uno mismo; por uno mismo empieza el egoísmo y lo que sí hay que hacer es predicar con el ejemplo. No se puede tener autoridad moral sin moral y lo cierto es que nuestros jueces no son trigo limpio en un buen porcentaje.
Nuestra máquina judicial necesita una limpieza a fondo, una depuración profunda cuya primera medida es eliminar la intocabilidad de sus "sacerdotes". Claro que para llevar esa asepsia a cabo se precisa la voluntad de otra casta, de otros que sin permiso de nadie también se han dado a sí mismos la cualidad de omnipotentes.

05/04/2012

Crimen y castigo

Más que pedirlo, lo que apetece es exigirlo. Exigirla: una norma de responsabilidad penal para políticos y, sobre todo, para jueces y fiscales.
No puede ser que estos grupos gocen de impunidad e inmunidad absolutas y que la responsabilidad de sus decisiones recaiga sobre el ciudadano y que éste sufra las consecuencias en tanto que ellos salen indemnes de sus fallos.
Una y otra vez se nos insiste en el imperio de la ley y la necesidad de acatar las decisiones de estos "gremios" sin importar si son justas o no o si se ajustan a derecho o no. Es aquello de "la acato pero no la comparto". Pero, ¡qué me está usted diciendo! ¿Qué una sentencia o una ley hay que acatarla aunque sea clara y absolutamente perversa, por ejemplo? ¿Me está usted diciendo que los jueces, como el Papa santo de Roma, son infalibles, que no se mueven por los mismos estímulos e impulsos que el resto de los mortales? ¿Que no padecen estreñimiento o complejo de inferioridad? ¿Que una ley, por el hecho de haber sido aprobada por unos cuantos señores es buena y es justa?
Hemos conferido (a través de nuestra pasividad) un poder excesivo a jueces y políticos permitiendo que éstos se "blindaran", generando una casta intocable contra la que es imposible pelear. Ni pelear, ni discrepar, ni defenderse. El ciudadano está en absoluto desamparado frente a los abusos judiciales (hay ejemplos a mansalva) y tiene que soportar impotente decisiones arbitrarias que le rompen la vida, que le abren el alma en canal. ¿En virtud de qué potestad dimanada de dónde, quedan siempre exonerados políticos y jueces -sobre todo estos últimos- de sus resoluciones?
Es preciso poner pie en pared. Ya es hora de que esta gente no sólo sea responsable de sus dictámenes sino que, además, sus equivocaciones tengan un castigo acorde al nivel del daño causado porque al no ser ellos responsables de sus errores, al no pagarlos, les da igual todo.
Es hora de que el ciudadano pueda enfrentarse a ellos, expresar libremente su opinión y defenderse sin que esos señores imponiendo "su facultad" le silencien cuando no le silencien y le imputen algún delito más. Es hora de que el corporativismo sea delito y que un hombre pueda decir libremente a un juez, cara a cara, que es un prevaricador sin que éste se ampare en su toga y en sus privilegios y haga valer un dudoso valor.
Es hora de que esta gente deje de estar por encima del bien y del mal; es hora de que esta gente deje de manipular arbitrariamente la justicia alegando que es la ley y ellos sus sumos sacerdotes.
Es hora de que las togas y los escaños dejen de ser un refugio perfecto para cobardes y para acomplejados que encuentran en el poder que aquellas encierran la coartada perfecta para ocultar sus enfermedades mentales y sus perversiones.
Es hora de que esa gente sufra las consecuencias, para bien o para mal. Nadie impune porque nadie por encima de la justicia: la ley es otra historia...

24/03/2012

La bella, la bestia.

Voy a suponer, excesivamente, que todo el mundo conoce el cuento de La bella y la bestia.
Sin duda es una extensa metáfora de "la belleza está en el interior", "el amor -como la fe- salva", "lo importante no es el aspecto físico sino la personalidad, la bondad"... Todo eso está muy bien pero, al final, no deja de ser una absoluta memez sólo dable en el mundo de la fantasía, una baratija moral tan encomiable como carente de valor en el mundo real.


Hay alrededor de este asunto una vastísima colección de cuentos y narraciones de todas las culturas y épocas (desde la mitología hasta nuestros días) dedicados a ponderar, con mayor o menor suerte y acierto, la sensatez de elegir con el corazón y no con los ojos. Vasta, como digo, e inútil.
Las apariencias engañan; pero, las apariencias nos atraen y nos fascinan y seguimos prefiriendo al machito chocolatero del calendario o a la rubia tonta (que ya cada uno sabrá defenderse) que al tontorrón altruísta o a la gafotas y con coletas empollona de la clase.
Nos dejamos deslumbrar por el envoltorio; luego, si hay suerte y nos ha tocado el bombón relleno, mejor que mejor...
¿Cuántos se han enamorado de una persona fea y han sufrido desamor, angustia, amargura por ella? ¿Cuántos se han enamorado de una persona veinte años mayor y no de otros intereses aledaños que vinieran de serie?
Seamos serios, sinceros y realistas: nadie. Porque el amor tampoco es ciego y sí tiene edad; entre otras cosas.
No voy a indagar en quiénes son más ladinos en estos menesteres, si hombres o mujeres, aunque todos tenemos la respuesta en la cabeza.
Lo único alentador, estimulante, en todo este complejo entramado es que el azar es caprichoso y con alguna frecuencia vengativa sucede lo imprevisto: la bestia, cansada de cortejar a la bella y de sus desdenes, harta de ser generosa y romántica y atenta, se aleja en silencio y es entonces cuando la bella, contrariada, se siente irrefrenablemente atraída procurándose un raro final infeliz.
Yo conozco un caso en el que, lo que es la vida, se dan todos los ingredientes que no debe tener el cuento de hadas. Un ejemplo a horcajadas entre Cyrano y el pobre y jorobado campanero y en el que ahora la Roxana/Esmeralda de turno es la que sufre "en viendo" lo que perdió. Patético, sí; ¡y reconfortante! No es malicia gratuita. ¿Verdad Efe?
La inteligencia, el ingenio, la bondad y todo eso pueden seducir, sí... Pero, sólo para tomar café y pasar un buen rato tapando los agujeros del alma. Los otros agujeros se tapan con otro barro según posibles... O no se tapan, que es otra opción.

22/03/2012

El duro camino hacia la miseria

No creo en los axiomas, en la solidez y contundencia de esas verdades que después el tiempo se encarga de poner en otro sitio. Ninguna idea es irremplazable; la veleidad humana puede sin pudor ni remordimiento sustituirla según la voluntad del momento y según la conveniencia del grupo dominante. Sí, porque en el seno de una idea imperante y establecida en la sociedad puede haber severas discrepancias; pero, serán inútiles en tanto en cuanto la convivencia dentro del sistema de cada una de las opciones no está permitida. La fórmula divergente podrá desplazar al criterio asentado convirtiéndose, así, en lo mismo que defenestró, que "depuró". Si a eso le sumamos que todo sistema establecido es, por naturaleza, reacio a ser cambiado ya tenemos el conflicto servido.
Siempre me ha admirado esa capacidad humana de defender con vehemencia una sola posición eliminando los matices que pudiera tener; tanto como la capacidad de esa misma vehemencia para negar la posible parte de verdad contenida en las posiciones opuestas olvidando que ninguna verdad es absoluta. Sin perder de vista, claro, que todas las posiciones pueden estar completamente equivocadas.

Estos últimos meses (quizá algo más) se está ponderando en exceso la "cultura del esfuerzo" como vía para salir de la crisis y conseguir el éxito personal. "Hay que fomentar el esfuerzo", dicen; "hay que impulsar el sacrificio", dicen; "las cosas sólo se consiguen con denuedo, con dedicación, trabajando mucho", dicen, creando un espejismo tan falso como el beso amistoso de Judas o la honradez de un banquero o la honestidad de un político.
Es, evidentemente, un sofisma interesado. Sobre todo por la pestilencia que emana siendo la proposición favorita de, casualmente, los mismos que dominan empresas y finanzas, los mismos que se inventaron la sociedad del confort a plazos y la obsolescencia, el "american way" y el falso credo de "Dios premia a quienes se afanan". El esfuerzo del trabajador por cuenta ajena repercute en el beneficio de su contratador: no es el obrero quien se enriquece, quien recibe el premio de su trabajo, quien recoge el fruto de su sudor. Si así fuera... Eso, se mire como se mire, cae por su propio y elemental peso.
Pero, lo que más me conmueve de toda esa "parafernalia" lenguaraz, de esa charlatanería vacía no es su locuacidad convincente, sino su estremecedora falsedad. Y me estremece porque cada vez que alguien recomienda unas veces, conmina otras, a seguir con fe inquebrantable ese modelo como remedio para salir de la miseria me vienen a la cabeza una miríada de ejemplos válidos para desmontarlo.
Cada día veo cómo personas que nunca han tenido más que trampas y deudas se esfuerzan por salir adelante en vano. Cada día veo seres (niños, muchos) explotados con total impunidad y sin más beneficio que el poder llevar un mendrugo de pan a sus casas. ¿Es que quienes se hacen ricos se han esforzado más? No lo creo. ¿Es que quienes son incapaces de salir a flote y generar una suculenta cuenta corriente son unos holgazanes? No lo creo. Hablarle de esfuerzo a quienes llegan derrengados a casa con una soldada que apenas cubre sus necesidades -no digamos ya la de aquellos que no cubren ni el estómago o de aquellos hartos de buscar empleo en vano- es un insulto; hablarles de superación y compromiso, de solidaridad, de las virtudes de la dedicación al enriquecimiento de otros, es una insolencia y una absoluta falta de respeto. Tanta como la del político, empresario o banquero que insinúa haraganería; tanta como la del político, o empresario o banquero que alecciona jugando con las cartas marcadas y un par de ases ocultos en la manga y que establece comparaciones odiosas por falsas, por manipuladas; tanta como la del político, empresario o banquero cuyo esfuerzo "fraternal" se limita a "tomar medidas" contra los trabajadores mientras él no cede un ápice, un sólo euro, de su renta o uno solo de sus privilegios. Sin embargo, a nadie se le ha ocurrido contradecir el viciado argumento de un sistema corrompido y arbitrario y desequilibrado, el argumento del "esfuerzo" viendo, además, cómo comprobamos a diario que el dinero llama a dinero, que Nepote está más vivo que nunca y que la suerte está echada, sí; pero, siempre cae del lado de los mismos.