Tiene razón Santiago López (magnífico escultor, por cierto) cuando afirma, poco menos, que bien podría ser yo, con mi "antioptimismo" -que no pesimismo tal cual- el tercero de los hermanos Malasombra. Tiene razón en que este blog asume cierta saturación de "negativismo" que resulta proverbial y que su lectura viene a ser algo así como un diafragma que refleja, únicamente, malas vibraciones.
Todo tiene su explicación, tanto por su parte (o la del incauto lector) como por la mía.
Comprendo que la gente, harta de soportar una realidad demoledora, necesite espacios y medios de evasión, de distracción que permitan eludir siquiera momentáneamente la miseria cotidiana. Comprendo que recalcar opiniones que no son sino ramas de una misma idea condensada en el recio tronco de la decepción, no sólo no ayuda, además puede empalagar. Comprendo que recordar casi permanentemente el yugo a que estamos uncidos es lo mismo que recordar que grande parte de los males que nos acucian provienen de nuestra pasividad y eso, claro, no le gusta a nadie. A mi tampoco.
En esta otra orilla la explicación, aunque la hay, carece de importancia y aventarla sería aventurar una excusa infame que, por ahora, no necesito. Son mis opiniones y ellas se justifican a sí mismas.
Soy consciente de que mezclando churras con merinas, dando una de cal y otra de arena, este blog resultaría más ameno (si se me permite la inmodesta perspectiva). Aunque, desde luego, si me atengo a los datos facilitados por el globo terráqueo insertado en el faldón de la página y analizo los factores que pueden influir en que la gente visite mi publicacioncilla, las dos opciones más relevantes son: o por lo que escribo o por lo que vinculo (quizá ambas cosas). Y, en todo caso, el resultado es satisfactorio para mi. No argumentaré el evidente porqué.
No obstante, como me he convencido de que Santi tiene razón, voy a hacer propósito de enmienda y tras el preceptivo acto de contrición intentaré acrisolar el contenido futuro, depurarle de las impurezas predominantes y amalgamar asuntos sin sopesarlos en función de su relevancia o de mi interés y sí de mis gustos, aficiones, anécdotas... Lo que se tercie. Y digo "procuraré": otra cosa es que lo consiga.
A lo que no pienso renunciar es al ceño fruncido y torvo. No porque la euforia y el optimismo, sean enfermedades contagiosas y por ende susceptibles de ser maniobradas a la cuarentena. No. Seguiré obcecado en mi forma adusta y demarrada; persistiré en mi no claudicación a la felicidad bobalicona que se consigue a través de la ignorancia de los acontecimientos. Soy desabrido, ¿qué le voy a hacer? Más cuando mi temperamento y mi religión me prohiben ser de otra manera. Pero, como escribo, sí procuraré volver al espíritu inicial de este blog, el espíritu con el que tímidamente debuté.
Tal día como hoy hace la friolera de setenta y cinco años (septuagésimo quinto aniversario, por si hay algún ministro, periodista, copresentadora o alumno de la L.O.G.S.E. enfrascado en la leyenda -también se puede decir "lectura"-) murió don Ramón José Valle Peña.
Como doy por sentado que los citados en el paréntesis-digresión no sabrán de quién hablo, les daré una pista a ver si consiguen descifrar el enigma: se le conoce como Ramón María del Valle-Inclán y Montenegro.
No loaré -me parece innecesario (superfluo, para los parentesianos)- ni glosaré su genio ni su figura; ni una palabra daré al pábulo del paisaje apaisanado. Sólo diré, para quien no lo sepa, que además de dramaturgo, poeta y novelista excepcional, fue el hombre que consiguió poner nombre y concepto al carácter español, a nuestra forma de ser, de pensar, de actuar: esperpento.
Creo, o quiero, recordar que en alguna de mis primeras incursiones en este blog ya interpolé un fragmento de Luces de bohemia.
Ahora, no deshonraré su memoria dejando un rastro en blanco, un recuerdo sin palabras, sin sus palabras. Aquí os dejo, con la recomendación encarecida de que leáis a don Ramón, otro pasaje de su pluma.
El miedo
Ese largo y angustioso escalofrío que parece              mensajero de la muerte, el verdadero escalofrío del miedo, sólo lo              he sentido una vez. Fue hace muchos años, en aquel hermoso tiempo de              los mayorazgos, cuando se hacía información de nobleza para ser              militar. Yo acababa de obtener los cordones de Caballero Cadete.              Hubiera preferido entrar en la Guardia de la Real Persona; pero mi              madre se oponía, y siguiendo la tradición familiar, fui granadero en              el Regimiento del Rey. No recuerdo con certeza los años que hace,              pero entonces apenas me apuntaba el bozo y hoy ando cerca de ser un              viejo caduco. Antes de entrar en el Regimiento mi madre quiso              echarme su bendición. La pobre señora vivía retirada en el fondo de              una aldea, donde estaba nuestro pazo solariego, y allá fui sumiso y              obediente. La misma tarde que llegué mandó en busca del Prior de              Brandeso para que viniese a confesarme en la capilla del Pazo. Mis              hermanas María Isabel y María Fernanda, que eran unas niñas, bajaron              a coger rosas al jardín, y mi madre llenó con ellas los floreros del              altar. Después me llamó en voz baja para darme su devocionario y              decirme que hiciese examen de conciencia:              
-Vete a la tribuna, hijo mío. Allí estarás              mejor... 
La tribuna señorial estaba al lado del              Evangelio y comunicaba con la biblioteca. La capilla era húmeda,              tenebrosa, resonante. Sobre el retablo campeaba el escudo concedido              por ejecutorias de los Reyes Católicos al señor de Bradomín, Pedro              Aguiar de Tor, llamado el Chivo y también el Viejo. Aquel caballero              estaba enterrado a la derecha del altar. El sepulcro tenía la              estatua orante de un guerrero. La lámpara del presbiterio alumbraba              día y noche ante el retablo, labrado como joyel
Mi madre quiso que fuesen sus manos las que              dejasen aquella tarde a los pies del Rey Mago los floreros cargados              de rosas como ofrenda de su alma devota. Después, acompañada de mis              hermanas, se arrodilló ante el altar. Yo, desde la tribuna,              solamente oía el murmullo de su voz, que guiaba moribunda las              avemarías; pero cuando a las niñas les tocaba responder, oía todas              las palabras rituales de la oración. La tarde agonizaba y los rezos              resonaban en la silenciosa oscuridad de la capilla, hondos, tristes              y augustos, como un eco de la Pasión. Yo me adormecía en la tribuna.              Las niñas fueron a sentarse en las gradas del altar. Sus vestidos              eran albos como el lino de los paños litúrgicos. Ya sólo distinguía              una sombra que rezaba bajo la lámpara del presbiterio. Era mi madre,              que sostenía entre sus manos un libro abierto y leía con la cabeza              inclinada. De tarde en tarde, el viento mecía la cortina de un alto              ventanal. Yo entonces veía en el cielo, ya oscura, la faz de la              luna, pálida y sobrenatural como una diosa que tiene su altar en los              bosques y en los lagos... 
Mi madre cerró el libro dando un suspiro, y              de nuevo llamó a las niñas. Vi pasar sus sombras blancas a través              del presbiterio y columbré que se arrodillaban a los lados de mi              madre. La luz de la lámpara temblaba con un débil resplandor sobre              las manos que volvían a sostener abierto el libro. En el silencio la              voz leía piadosa y lenta. Las niñas escuchaban. y adiviné sus              cabelleras sueltas sobre la albura del ropaje y cayendo a los lados              del rostro iguales, tristes, nazarenas. Habíame adormecido, y de              pronto me sobresaltaron los gritos de mis hermanas. Miré y las vi en              medio del presbiterio abrazadas a mi madre. Gritaban despavoridas.              Mi madre las asió de la mano y huyeron las tres. Bajé presuroso. Iba              a seguirlas y quedé sobrecogido de terror. En el sepulcro del              guerrero se entrechocaban los huesos del esqueleto. Los cabellos se              erizaron en mi frente. La capilla había quedado en el mayor              silencio, y oíase distintamente el hueco y medroso rodar de la              calavera sobre su almohada de piedra. Tuve miedo como no lo he              tenido jamás, pero no quise que mi madre y mis hermanas me creyesen              cobarde, y permanecí inmóvil en medio del presbiterio, con los ojos              fijos en la puerta entreabierta. La luz de la lámpara oscilaba. En              lo alto mecíase la cortina de un ventanal, y las nubes pasaban sobre              la luna, y las estrellas se encendían y se apagaban como nuestras              vidas. De pronto, allá lejos, resonó festivo ladrar de perros y              música de cascabeles. Una voz grave y eclesiástica llamaba:              
-¡Aquí, Carabel! ¡Aquí, Capitán...!             
Era el Prior de Brandeso que llegaba para              confesarme. Después oí la voz de mi madre trémula y asustada, y              percibí distintamente la carrera retozona de los perros. La voz              grave y eclesiástica se elevaba lentamente, como un canto              gregoriano: 
-Ahora veremos qué ha sido ello... Cosa del              otro mundo no lo es, seguramente... ¡Aquí, Carabel! ¡Aquí,              Capitán...! 
Y el Prior de Brandeso, precedido de sus              lebreles, apareció en la puerta de la capilla: 
-¿Qué sucede, señor Granadero del Rey?             
Yo repuse con voz ahogada: 
-¡Señor Prior, he oído temblar el esqueleto              dentro del sepulcro...! 
El Prior atravesó lentamente la capilla.              Era un hombre arrogante y erguido. En sus años juveniles también              había sido Granadero del Rey. Llegó hasta mí, sin recoger el vuelo              de sus hábitos blancos, y afirmándome una mano en el hombro y              mirándome la faz descolorida, pronunció gravemente: 
-¡Que nunca pueda decir el Prior de              Brandeso que ha visto temblar a un Granadero del Rey...!
No levantó la mano de mi hombro, y              permanecimos inmóviles, contemplándonos sin hablar. En aquel              silencio oímos rodar la calavera del guerrero. La mano del Prior no              tembló. A nuestro lado los perros enderezaban las orejas con el              cuello espeluznado. De nuevo oímos rodar la calavera sobre su              almohada de piedra. El Prior se sacudió: 
-¡Señor Granadero del Rey, hay que saber si              son trasgos o brujas!
Y se acercó al sepulcro y asió las dos              anillas de bronce empotradas en una de las losas, aquella que tenía              el epitafio. Me acerqué temblando. El Prior me miró sin despegar los              labios. Yo puse mi mano sobre la suya en una anilla y tiré.              Lentamente alzamos la piedra. El hueco, negro y frío, quedó ante              nosotros. Yo vi que la árida y amarillenta calavera aún se movía. El              Prior alargó un brazo dentro del sepulcro para cogerla. La recibí              temblando. Yo estaba en medio del presbiterio y la luz de la lámpara              caía sobre mis manos. Al fijar los ojos las sacudí con horror. Tenía              entre ellas un nido de culebras que se desanillaron silbando,              mientras la calavera rodaba por todas las gradas del presbiterio. El              Prior me miró con sus ojos de guerrero que fulguraban bajo la              capucha como bajo la visera de un casco: 
-Señor Granadero del Rey, no hay absolución              ...¡Yo no absuelvo a los cobardes! 
Y con rudo empaque salió sin recoger el              vuelo de sus blancos hábitos talares. Las palabras del Prior de              Brandeso resonaron mucho tiempo en mis oídos. Resuenan aún. ¡Tal vez              por ellas he sabido más tarde sonreír a la muerte como a una mujer!
FIN
