25/09/2010

¡NO LEAS ESTO!

Hace poco, tomando una caña, me recordaba José Peñalver la precocidad con que desarrollé -la modestia sobra- algunas teorías filosóficas y físicas que luego vieron la luz de la mano de personajes cualificados. Fue en aquel tiempo remoto ya en que yo era inteligente, mal estudiante y lector compulsivo de libros: "¡Joder, si te lees hasta el prospecto del champú!", solía decirme alguien.
Ahora todo es distinto; el tiempo no ha limado mi inquietud, pero, sí ha mermado (notablemente) mi capacidad. El tiempo y el peso insoportable de los sueños que día tras día fueron socavando mi realidad hasta convertirla en un acontecimiento testimonial.
Hoy, cuando nada tiene solución, cuando sé que los milagros no existen y aún así me aferro a la triste posibilidad del engaño y la esperanza, veo cómo un hombre puede desperdiciar su vida, dilapidarla por omisión, por inacción.
Somos mayoría los seres acomodados en esa trinchera de indolencia desde la que nos limitamos a ver pasar nuestras existencias; sin metas, sin ambiciones que nos arranquen de la fácil pantalla del televisor y nos hagan tomar partido activo. Somos mayoría los que nos conformamos -y aun lo estimulamos con nuestra desidia contumaz- con que otros sean quienes nos den todo bien moleado y bien hecho.
Así hemos reducido a la mínima expresión, a una insignificante pizca, nuestra capacidad crítica, nuestro criterio, nuestra capacidad de pensamiento y de juicio. Nos hemos ubicado en un confortable espacio sin diagnósticos ni dudas que zarandeen ese aspecto analítico que nos diferenció de las otras fieras. "Lo que diga la rubia" es "lo que va a misa", sin más razonamiento.
Llevo desde la seis y pico de la madrugada leyendo comentarios en la prensa cibernética. Es admirable. La "prensa digital" se ha convertido en un panteón de reflexiones absurdas, manipuladas hasta el fanatismo más abominable; de pensamientos dominados por la sequía intelectual y la mezquindad.
Vuelvo entonces a mis dolores, y tras un rápido repaso a mi entorno, comprendo que mi estado es fruto del desencanto, del desánimo, de la decepción. Mis ataduras prodecen de la incomprensión de un mundo cuyas actitudes he revocado por absurdas. La inteligencia de aquel león que vio por primera vez un coche hasta el de hoy que convive -más o menos- con él poco ha evolucionado; sin embargo,¿la nuestra, la de los hombres y hombras, cuánto lo ha hecho?
Vivimos subyugados por una curiosidad morbosa, nada pánfila, y dedicados exclusivamente a la malicia de conocer las perversiones de los otros, a comparar nuestras miserias con las del prójimo, a codiciar desasosegadamente la caída de nuestro vecino para saltar por encima de él. Vivimos arropados en la estulticia, el egoísmo, la traición, la intriga... como hace miles de años. Necesitamos placeres instantáneos, inmediatos, que nos desconecten de una verdad facultada por nuestra propia quietud. No queremos cambiar el mundo que merodea entorno a nosotros, queremos que otros nos lo cambien mientras esperamos matando la impaciencia en la barra del bar o tirados en el sofá. Anulamos el estímulo y la iniciativa: "¡Que inventen y se equivoquen ellos!".
No; no comprendo el mundo ni a sus mundícolas. No comprendo el dolor que nos infligimos, la desazón con que los dioses imperturbables nos riegan cada jornada sin el más leve remordimiento, sin el menor propósito de enmienda.
Quizás esperaba más de todo este viejo tinglado o quizás, simplemente, sea un inadaptado, alguien que no encaja y que por eso sufre, porque aún le quedan escrúpulos y un ápice de dignidad.
La vida es injusta. Pero, ¿cómo hacer comprender que "La Esteban" es una artimaña, sus adláteres alimañas ávidas de carroña, que Rodríguez Zapatero es un impostor, que el islamismo es un peligro, que los sindicatos con su estructura actual sobran, que la recua de insolventes afines a la ceja, con su laíca simonía, es la quintaesencia de la hipocresía, que la tribu rajoyista no es más que el interés particular, que en esta baraja faltan ases y sobran reyes, que..?
He perdido la fe, la esperanza y la caridad.
Hace años, cuando daba limosna (cuando podía darla) y alguien trataba de corregir mi acto afirmando que el recptor de la exigua dádiva se lo gastaría en vino, yo respondía: "Me parace lo más acertado; así, en lo que dure la borrachera, se olvida de la que tiene encima". Ahora, miro de soslayo, paso de largo y pienso: "Hoy, esa borrachera yo la necesito más que tú".