De vuelta a
casa extraigo de la madeja de pensamientos uno y me concentro en él:
“Octubre. Una temperatura agradable. Si este es el cambio
climático, yo firmaba ahora mismo por mantener esta tibieza
reconfortante todo el año: esto es calidad de vida. El ser humano
(“hombre” que se opone, en su definición, al hombre “ser hijo
de puta”) ya es capaz de hacer hielo o lluvia, de desalar agua o
potabilizarla, de reproducir plantas o repoblar y muchas cosas más
que permiten alterar la Naturaleza para mejorarla -ya sé que la
realidad es otra y sé el porqué- y hacer este mundo más
confortable. No veo, por eso, la necesidad de pasar fríos ni calores
extremos. Lo pienso y sí: firmaba esta temperatura todo el año: un
eterno suave clima tropical”.
En esto
estoy cuando me saca de mi atolondrada abstracción el tipo que me
pisa los talones. El alógeno desmenuza, pegado al teléfono
portátil, una (para mi novedosa) aljamía que, como el espanglish,
se habrá fraguado casi “sin sentir” y que es una peculiar
amalgama de su lengua nativa y de la vernácula mía. Así,
intercaladas entre sonidos aspirados y guturales, reconozco palabras
y frases de mi verboteca. Le salen mezcladas, espontánemente, con
naturalidad no forzada, están integradas; son parte de su discurso y
del del receptor. No desvirtúan la lengua dominante del
hablante; parecen enriquecerla, nutrirla de nuevos conceptos y
tiempos verbales inexistentes antes en ella. No hay confusión, no es
algarabía; es más una simbiosis o una adaptación al nuevo medio
que se expresa con tiempos, pesos, medidas diferentes, más amplias,
que urgen la necesidad de inmiscuirse en la lengua autóctona: es una
cuestión de conjugar el desconocido futuro. Acaso sea una
consecuencia de la ley pendular de la Historia que nos revive a lo
mozárabe y lo mudéjar. De ahí paso al vecino -también foráneo-
que se excede con la colonia, que se atusa (tal vez sea cristiano,
que también los hay en ese pueblo, o en esos pueblos), a las jóvenes
con las que me cruzo con frecuencia, coquetas, cosmetizadas, con sus
vaqueros ajustados, con su escote alguna, con su minifalda alguna,
con sus tacones y sus adornos alguna.
Pero,
inevitablemente, también acuden a mi cabeza las sombras, las zonas
oscuras. Me vienen aquellos otros que siempre celarán la doctrina y
la fe puras; los que siempre estarán alerta para velar por las
buenas costumbres y mantener a salvo la tradición y eso que no se
sabe quién llamó “cultura”. Los seres oscuros con sus afilados
alfanges pendiendo sobre todas las cabezas: las fieles y las
infieles. Los libros religiosos deberían haber consagrado, todos por
igual, un párrafo común: “Y Dios eliminó a los seres oscuros del
fanatismo y vio que lo hecho era bueno”.
Estamos en
Octubre; en un Octubre que ha empezado amable, sereno, apacible. Un
otoño que no lo es, que es más bien el verano con el brazo
extendido. Yo firmaba esta temperatura todo el año.