Yo lo recuerdo… Bandadas de chavales bajo un frío insolente que descarnaba el alma. Apenas un par de horas después de comer se lanzaban al exterior. Cundían por todas partes, agrupados en sus pelotones amistosos, y recorrían las calles intimidando la tarde, colmándola de grumos ruidosos de petardos, de carracas ensordecedoras, de bromas de incipiente procacidad a costa de las zambombas, de risas vacacionales, indisciplinadas y francas. Luego, con la taimada paciencia de un vendedor ambulante, iban puerta por puerta entonando la misma cantinela: <<o cantamos o bailamos o nos dan…>>. Aún veo, desvaídos por esta nostalgia amarillenta, los rostros desencantados de aquellos mozos tras recibir -casi como una ofensa imperdonable- unas piezas de fruta; su complacencia resignada cuando eran dulces lo que caía en sus panderetas; la alegría mal disimulada cuando las que redoblaban entre las sonajas eran monedas.
Me asomo a la ventana. Un silencio áspero unta estas calles. De aquellos risueños enjambres, tan irritantes a veces como enternecedores y reconfortantes, no queda ni un leve eco cordial que remonte el viento acerado de la tarde. Sólo en las ventanas de enfrente, como vestigios dispuestos para orearse, algunos carteles tímidos anuncian sin convicción <<Felices Fiestas>> o <<Feliz Navidad>>; guirnaldas y espumillones, residuos ofendidos y viejos de otras Navidades, se enredan sin pasión en la barandilla de un balcón; algún árbol empachado de adornos en un salón finge alegría. Un altavoz desparrama cascados villancicos añejos…
Hay un algo triste y desencajado en esta atmósfera sobrecargada de tiempo, en el cuerpo desvencijado que añora y anhela un timbrazo súbito que rompa la soledad por un instante.
Vuelvo sobre mis pasos dejando en el suelo el charco de un estremecimiento nostálgico. Me acerco a la puerta de entrada apartando con manotazos invisibles la densa, casi viscosa, melancolía; el sabor agridulce de los fantasmas del pasado, el dolor punzante de los espectros del presente.
En el recibidor todo está en orden. En el azafate de alpaca dispuesto sobre la consola, acaricio con mi pulso débil un manso montón de monedas que mañana, cuando despierte, seguramente, seguirá allí…