Hace años escribí para una revistilla infame, muerta apenas alumbrada, un triste elogio de la mentira. Alababa -si es que tal verbo cuadra- la mentira por lo que en su gestación y asomo hay (o debe haber) de inteligencia.
No le negaba, ni aun hoy, al "buen mentiroso" el talento y el ingenio que hacen posible una falacia bien urdida y con visos de pasar impune a la posteridad. Frente a la trola zafia, mal improvisada y detectada de inmediato, está por oposición esa falacia que falsificando una realidad determinante nos hace dudar.
Encomié, sí, pues, un tipo muy concreto de patraña que por su elaboración tendía a perdurar, a asentarse con vocación de verdad irrebatible y contundente. Lo que no hice, quizás porque la ley de las compensaciones, la justicia poética o la equilibrada casualidad no lo permiten en ese humano "antes o después", es avisar de que una cosa es la inclinación superviviente de la mentira y otra muy distinta que lo consiga por perfecta que aquella sea.
No creo que la mentira en sí misma sea mala. Estoy convencido de que depende del grado en que afecte, del daño que haga. Y aun así puede que también esté ligeramente supeditada a la intención perjudicial que se le aplique.
Sin embargo, celebrar la mentira como recurso intelectual, como ejercicio mental, no significa defender su uso; al menos no su uso dañino. Igual que estoy convencido de todo lo anterior, también lo estoy -y no me parece contradictorio- de que las mentiras emiten su sentencia en el mismo instante en que son proyectadas.
El tiempo es un ejecutor terrible y severo y lo que permite en otros aspectos, no lo permite con la mentira. La mentira, aunque sea de cemento, siempre flota. Siempre flota y, casi siempre, arrastra al mentiroso a un abismo del que no podrá salir. Ese momento llega; se podrá sortear con mayor o menor tino y fortuna el remolino que acecha, pero siempre termina engullendo al falsario y condenándole a una pena muy superior a la que puede soportar. En este sentido, puede que la vida no sea tan injusta como creemos.