03/11/2021

Literatura replicada

 Tal vez sea verdad y que en cuestiones literarias lo importante, lo trascendental, no sea <<sobre qué>> se escribe sino <<cómo>> se escribe ése <<sobre qué>>. Claro que, si esto es así, ¿qué importa entonces no aportar nada siempre que todo se ciña y reduzca a construir frases perfectas?

Me apasionan las novelas de intriga. O me apasionaban; no sé ya muy bien. Gozo, es cierto, con una buena narración de los acontecimientos, con un desarrollo con el contraste de lo lento y lo vertiginoso, con un desenlace imprevisto y espectacular en el buen sentido de la palabra. Sin embargo, ya cansan. Últimamente todas y cada una de las novelas que editan son calcadas: el mismo asunto, idéntica trama, similar desenlace, diferente gestión de las palabras para evitar plagios innecesarios. Vale que algún ilustre de las letras patrias haga sus corta y pega de otros libros, los ensamble más o menos coherentemente y luego desfigure los textos elaborando los propios de forma magistral; vale que cambiando un paisaje se cambie el contexto aunque permanezca la esencia de su origen; vale que el primer impacto, el inicial, sea contundente para atrapar la atención del lector. Pero, ya cansan. Ya cansan todos esos que con tanto desparpajo fluyen ahora por ahí dándoselas de detectives y saltan a la palestra por su bagaje periodístico, por su renombre y fama, por su proyección medio mediática. Y cansa, aburre, sobre todo que su falta de imaginación y criterio les haga pecar más de patéticos que de astutos. Cansa, y mucho, a mí, que desde hace un tiempo casi toda la producción de novela de intriga no sea más que un concurso de imitadores que no llegan a la talla de Eco, por ejemplo, por mucho que traten de remedarlo o enmendarlo. Cansa, sobre todo, que uno tras otro todos empiecen de la misma manera: con un cadáver muerto en extrañas circunstancias y, en su derredor, un puñado de miradas obscenas de las que descolla la del ejemplar sabueso (o sabuesa) que tras una accidentada peripecia resolverá el misterio. <<Nihil novi sub sole>>, decían aquéllos, y va a ser cierto porque va a ser verdad que todo está ya escrito y que no hay que buscar la originalidad, una originalidad que puede que no exista y eso reduce y complica las cosas de las musas, sus inspiraciones y sus expiraciones, inyecciones y deyecciones de la invención inclusas. No creáis todo lo que os recomiendan los críticos, las revistas especializadas o vuestro vecino del quinto be. Aunque yo, a qué fingir, seguiré bajo el pernicioso hechizo del misterio aunque en la tercera página ya se vislumbre quién es el asesino: el mayordomo.

Músicos callejeros

 Todas las calles deberían tener músicos y todos los músicos deberían tener calles. Aplicamos, con demasiada frecuencia, el concepto <<música callejera>> con énfasis peyorativo. A mí me parece que esos <<músicos callejeros>> ennoblecen, dotan de virtud, las calles. Siempre habrá quien al verlos en las calles los tache de holgazanes, de zánganos improductivos que <<más vale que se pusiesen a trabajar>>. Bueno, están en su derecho de decirlo porque todo el mundo, por el hecho de ser mundo, tiene derecho también a ser imbécil. No sé cuántos serían capaces de salir, de exponerse, así para <<ganarse el pan>>. Yo no imagino a un oficinista ofreciéndose a rellenar formularios e impresos de nuestra engorrosa administración. Yo no imagino a un docente pregonando sus clases de Filosofía. Yo no imagino a un sastre tomando medidas, cortando piezas de tela, haciendo patrones, cosiendo prendas, en la calle. El músico callejero hace de la calle un lugar menos hostil, menos impersonal, más ameno y disfrutable. La música amansa a las fieras; eso lo saben algunas fieras y por eso no quieren música en la calle, porque no quieren dejar de ser fieras. Cuando un músico forma parte del paisaje se crea entre quienes se paran a escucharle unos segundos una especie de vínculo, de comunión trascendente, de complicidad. Yo lo veo así. No me parece mal que haya músicos callejeros. No me parece mal que haya música en la calle. De hecho, ya puesto a ser egoísta, me evitaría -si alguien se pusiera a tocar frente a mi casa o bajo ella- el tener que oír el arrastre permanente, constante e interminable, de sillas de los cretinos de arriba, los gemidos lastimeros de su puto perro cuando tiene ganas de orinar y tardan siglos en sacarle o al cazurro y gárrulo que, en vez de llamar a Ramón usando el portero automático, se pone a dar gritos desaforados como si estuviese practicando para ser manifestante o fanático de algo.