03/12/2020

 Me he dado tiempo para no pensar, para oír, para no hablar. No pensar para que la rutina de la reflexión no se convierta en un atributo insensible, sólito y superficial por recibir tanto manoseo insustancial; para que el pensamiento -de alguna manera- no deje de sorprender, de pillarme desprevenido. Oír para comprender, para aprender, para comparar. No hablar para no herir, para no pecar, para no ofender, para no olvidar porque, con frecuencia, cuando alentamos eso que llevamos dentro dándonos punzadas experimentamos alivio y de éste parte el olvido: lo que no vemos o no sentimos no existe; lo que no existe no duele. Hace unos meses (tal vez algún pasado 10 de Septiembre: Septiembre tiene algunas connotaciones negras para muchos) colgué mi punto y coma cooperativo. Había estado enredando estadísticas, datos ralos, esparcidos por acá y acullá, y fatigando artículos determinantes sobre el suicidio -que no es otra cosa que el <<nuestricidio>> social, el síntoma inapelable del fracaso colectivo). Los resultados arrojaron un escalofrío devastador. Son muchos los que a diario se disparan el último cartucho de vida en la sien, demasiados. Luego, también, hay otros que no entran en estas estadísticas aniquiladoras: son aquéllos que van consumiéndose en la soledad, en el olvido, en el desprecio. Esos también mueren; de pena, de impotencia, de angustia, de inanición social. Cuando alguien muere, nos damos unos golpecitos de pecho como si abjuráramos de nuestra hipocresía e inmediatamente después soltamos eso de <<la vida sigue>>, <<the show must go on>>, tratando de aparentar resignación y duelo cuando lo que afirmamos con esa frase y esa actitud es <<me da igual, yo sigo aquí>>, en vez de plantarnos, poner pie en pared y decir: <<hasta aquí hemos llegado con la broma; hasta que no empecemos a resolver esto de aquí no se mueve ni dios>>. Muere alguien famoso y el problema (o uno de ellos) se hace visible un instante. Se le dedican minutos y minutos de información, de reconocimiento tardío, de pena. Nos mostramos compungidos y atribulados solapando a los otros que componen ese día la docena de fallecidos por causas similares (o idénticas). Y está bien. Bien a medias, porque pasado el fervor informativo por la búsqueda de audiencia, los homenajes extemporáneos, los recuerdos comunes de esas abatidas amistades que durante años jamás marcaron ese número de teléfono o se preocuparon por una salud, por una economía, todo volverá a su gris oscuro, a la bruma viscosa en la que permanece habitualmente. Menos mal que yo ya voy estando curado de espantos. Menos mal que cada día me importa menos esta puta mierda de humanidad.