Tiemblo. Cuando un político recurre a "la mayoría" para justificar una decisión es porque carece de argumentos. Esa "mayoría" improbable, no verificada, se convierte por no sé qué extraño efecto en nuestro subconsciente en un axioma intocable, en el tabú sagrado e inviolable que no puede ser enjuiciado. Nadie ha visto jamás a esa "mayoría", nadie ha tomado café con ella; es como al agua: inodora, incolora e insípida. Ni siquiera su realidad se confirma de forma irrebatible. Más, ni siquiera es cierta, es ficticia. El concepto "mayoría" nos ha embaucado hasta el punto de convertirnos en auténticos esclavos de una mentira interpretada de una manera un tanto peculiar. La "mayoría", decimos ufanos, ha votado a tal o cual partido; la "mayoría" ha decidido que tal o cual ley se apruebe o sucumba a los pies de los caballos democráticos. No lo pensamos, lo damos por cierto y por inalterable. Como casi siempre me resultan difíciles las palabras; pondré, pues, un ejemplo (o dos) con su secuela inquisitiva:
En unas elecciones vota el 80% del censo (ya hay un extenso 20% no votante pero con todos sus derechos, afortunadamente, intactos). De ese 80% el 20% vota a "A", el 30% a "B", el 15% a "C", el 5% a "D" y el resto -un nutrido 30%- vota en blanco. Extrañamente gana quien recibe el 30% cuando está claro que la "mayoría auténtica" no quiere esa opción. Sistemas de cómputo y reparto aparte, la corrupción del sistema tiene mucho que ver con esos criterios de manipulación masiva. Supongamos que en unos comicios generales sólo acuden a votar la mitad de los ciudadanos con derecho a voto (no necesitamos conocer los motivos por los cuales los otros no lo hacen); supongamos que de esa mitad, otra mitad vota en blanco mostrando así su rechazo al sistema o a los candidatos. Sin embargo, todo sigue su curso. ¿Por qué? ¿No debería paralizarse todo? ¿Qué mayoría es ésa?