La alegoría de la Justicia se representa, por lo común, portando tres elementos que son tres atributos fundamentales de su condición: la venda, la balanza y la espada.
La espada para partir/impartir y -de alguna manera- velar por el cumplimiento de la resolución que se supone justa.
La balanza para subrayar su equilibrio, su ecuanimidad y/o determinar los pesos de las pruebas.
La venda para oír imparcialmente sin dejarse influir por otras circunstancias.
La alegoría es muy bonita y queda muy bien; la realidad desmiente dichos atributos y confirma, día a día, una verdad inapelable: la "justicia", que no es otra cosa que la aplicación de las leyes tal y como está concebido el sistema judicial español (sin entrar en otros), la imparten hombres y los hombres se equivocan, se corrompen o, simplemente, se desentienden. No todos, claro; pero, hay que generalizar.
La venda se ha convertido en un axioma falso pero útil. La justicia no necesita una venda; al contrario. La justicia debe tener una extraordinaria capacidad de visión para determinar, para seleccionar, para no dejarse engañar por zalamerías. Debe ver para poder buscar, para zambullirse en el empeño de encontrar la verdad y no dejarla pasar invisible delante de unos ojos inútiles por cegados.
¿Cómo es posible que un juez dictamine sin oír a las dos partes en litigio, sin recabar pruebas, sin indagar en las causas que han llevado a los litigantes a ese extremo?
¿Cómo es posible que un juez coopere en la comisión de un delito de esa forma tan descarada?
Los jueces tienen demasiado poder y ninguna responsabilidad y eso no es justo, no es de JUSTICIA.
¿Cómo es posible que un juez permita la comisión de un delito y lo deje impune por sentenciar tras una operación de "hechos consumados" que entienda irreversible y en virtud a esa "irreversabilidad" decida que el delito no es tal?
Ejemplos hay, como en todo, a millares y nuestra indefensión prodigiosa.
El entramado legal es complejo y desolador. Han creado una máquina cuasi perfecta en la que el más débil es, contradictoriamente, quien tiene las de perder. Algunos amigos letrados me reconocen este punto a la vez que admiten que es, para ellos, una fuente de ingresos nada desdeñable: el sistema les permite y los mantiene. Alguno de ellos, incluso, se atreve en privado a ir un poco más allá: "si las cosas fueran como deberían ser, la mitad de los abogados nos moríamos de hambre".
Quizá por eso cuando, de tiempo en tiempo, sale un juez díscolo o un abogado de encomiable tesón justiciero, nos admiramos y pensamos, íntimamente, en el valor de esas personas que no conseguirán cambiar nada. Y si ni ellos consiguen cambiar ese tinglado, nosotros, que tenemos las de perder...