30/08/2021

Euforismos y sentencias

 Pues, yo, sinceramente, no consigo imaginar a que chino conoció el que inventó la frase «que no te engañen como a un chino»...

28/08/2021


 

27/08/2021

Les hacía marcar un puntito en el centro de la hoja del cuaderno. Luego les pedía que se centraran en él y fuesen comprobando su magnitud comparándola con el espacio que le rodeaba: toda la superficie de la hoja, la hoja dentro de la superficie del pupitre, éste en la del aula, la del aula en la del pabellón, la del pabellón en el edificio, éste en el barrio, en la ciudad, en la provincia... Así hasta que consiguiesen abarcar la parte más o menos conocida del universo. Hecho esto, el cálculo imperfecto y a la baja: todo eso no es más que una trillonésima parte, otro puntito, en un trillón de galaxias contenidas en otra galaxia contenida... Cuando conseguía que su imaginación comprendiera y que el concepto les estremeciese, me levantaba, me acercaba a cada uno ellos y les decía: <<ahora, en ese infinito punto, búscate>>.

26/08/2021

 No es la vida. El ajedrez no tiene nada qué ver con la vida. Ni siquiera es una relación de rivalidad o de poder. En realidad, no hay ninguna satisfacción en la muerte del rey contrario. Es la muerte de la reina la que, de verdad, produce un placer pleno, casi absoluto; un placer reconfortante y perverso. Yo no dejé el ajedrez por decepción, por aburrimiento o por quedar colmado con sus experiencias limitadas a mecanismos rutinarios de trebejos inánimes deambulando por escaques cercados por el abismo, por el vacío. Me retiré porque empecé -no sé si inconsciente y voluntariamente, aunque parezca contradictorio- a sufrir una impaciencia dramática y dolorosa. Afronté mis últimas partidas con una precipitación obsesiva. No me importaban los errores cometidos, sino la necesidad irreprimible de eliminar a la reina. A eso dediqué todos mis conocimientos y esfuerzos y una vez conseguido (si lo conseguía) el combate dejaba de tener aliciente y caía en una desidia devastadora.

Durante esa etapa observé cómo mis oponentes me dedicaban miradas de auténtico estupor, gestos de incomprensión ante mis desafortunados movimientos. No entendían mi proceder; mucho menos que mi único interés después de haber logrado un cierto prestigio fuese, sencillamente, matar a sus damas aunque para ello hubiese de poner en riesgo el resto de mi hueste.
Siempre supe que el rey era un títere, un ser pánfilo y cobarde que rehúye la lucha, que se parapeta gracias a su mando establecido por un extraño convenio universal y por la aceptación tácita, sumisa, de sus vasallos. El rey es un impostor incapaz de matar cara a cara: sólo lo hace a traición, sorprendiendo por los flancos desarmados. Ahora, ese conocimiento me escocía como sal en una herida profunda; me indignaba, me enojaba. No tuve ninguna necesidad de desenmascarar a quien ya estaba desenmascarado; sí la tuve de intervenir, de despreciarle, de humillarle.
Y, sin embargo, bien pensado, tampoco fue ese el detonante -en sí mismo- de mi huida. Sí lo fue un hecho extraordinario e imprevisto por mí.
A los pocos meses de correrse el rumor de mi disparatada tenacidad, y de comprobarse en múltiples partidas su veracidad, buena parte de mis rivales al ver a sus reinas hostigadas sin descanso empezaron a modificar sus estrategias y a defenderlas casi compulsivamente. Esto produjo un cambio notable (aunque carente por completo de ningún interés relevante) en el juego. Paulatinamente, los reyes dejaron de importar. Los tableros se llenaron de piezas agrupadas en torno a las reinas dejando a los reyes indefensos, arrinconados, olvidados en su efímero trono. Algunos, por un raro prurito de ortodoxia, los parapetaban tras la tutela de alguna torre aún fiel, emparedados, inmóviles, inútiles. Fue como reconocer explícitamente quién ostentaba la auténtica potestad soslayada durante siglos por un alfeñique coronado cuya única función servible era morir.
No intervine -ni aun hoy lo hago- en las polémicas cruzadas que se aventaron. Los argumentos que unos y otros armaban a favor o en contra de mi locura, de mi audacia, de la neonata necesidad de revisar las reglas del juego, de reformarlas o de mantenerlas y expulsar del juego a todos los rebeldes, a los herejes, no me aportaron nada: mi desprecio había llegado a su ápice culminante. Me adujé en un silencio abstracto, inextricable.
Me consta, no obstante (mi mutismo no conlleva imperiosamente la ausencia de información actualizada), que en algunos torneos han adoptado una solución salomónica: las mujeres intercambian características y ubicación entre reyes y reinas cediendo a estas los atributos de aquel. En el resto, las normas mantienen su rigidez. Alguien, hace ya algún de tiempo desde que se estableciese aquella primera fórmula expuesta, me sondeó sobre ello. <<No han entendido nada>>, respondí. Tanto mi hermetismo como mi enigmática respuesta fueron interpretadas de muy diferentes maneras por la prensa y por la sociedad: tampoco habían entendido nada.

Euforismos y sentencias

 Cuando la felicidad llamó a su puerta, él/ella estaba en el váter.

(Alarde literario de las 09:25 h.)

25/08/2021

 Fue un impulso irreflexivo. Apenas hube entrado en casa y llegado, dos pasos más allá, al salón-comedor comprendí el caos en toda su magnitud. Pequeñas pilas de libros y papeles, objetos inánimes superpuestos unos sobre otros, fatigaban el desorden. El resto de la casa, cada cuarto, condecoraba la misma condición. <<Voy a ordenarte>>… Empecé una reconstrucción anárquica de los espacios invertebrados, desorientado, sin saber muy bien dónde y cómo colocar cada elemento, seleccionando, analizando, corrigiendo hasta que las áreas liberadas fueron conociendo la luz y empujando sutil y silenciosamente cada elemento a una nueva ubicación. Poco a poco, la nueva disposición creó entornos despejados; como si, de súbito, por alguna artimaña mágica, todo se hubiese desvanecido del antiguo escenario para reaparecer, con nuevos rostros y formas, irreconocible en un paisaje recién inventado. Ahora todo está en orden. Ya no hay objetos hacinados ofuscando la mirada, turbando la virtud de la morada santa; el obsceno desorden se ha redimido y la casa -cada uno de sus cuartos- aparece despejada. Ahora reina algo parecido a ese murmullo rezandero de los templos: respetuoso, reconcentrado, severo. Es el susurro de las cosas… porque la casa ya no me habla: ha enmudecido; tal vez no se reconoce o se habrá enojado conmigo y ha decidido guardar silencio.

23/08/2021

 Hay una frase en <<El gatopardo>>, de José Tomás de Lampedusa, que me ha acompañado desde que leí el libro (edición Círculo de Lectores) allá por el... Es una frase que contiene un terrible dramatismo: <<Si queremos que todo permanezca como está, necesitamos que todo cambie>> ( «Se vogliamo che tutto rimanga come è, bisogna che tutto cambi»). Ahora, hoy, por desgracia, el foco de atención está en Afganistán. No es la única zona <<caliente>> del planeta -hay otras muchas que pasan desapercibidas, sin la pena ni la gloria deparada por los medios de comunicación-; sí es, sin embargo, una zona estratégica para algunos y sus intereses no sólo económicos. Yo no sé qué pasa por las cabezas de los dirigentes mundiales. Tampoco es imprescindible conocerlo. La cuestión es que, una vez más, ese territorio vuelve a ser un punto de discordia, de violencia, de peligro... y de poder. La ayuda de iraníes e iraquíes [puede ser que algunos más] al fanatismo islámico afgano es evidente aunque se silencie por razones diplomáticas. Ése puede haber sido un punto de fricción o de disuasión a la hora de replegar tropas internacionales a sus países de origen. Sin embargo, yo estoy seguro de que la razón más poderosa e influyente ha sido la pasividad. Durante veinte años, estos últimos, la sociedad afgana se ha mostrado tibia y pasiva, indolente ante los cambios vitales, de importancia cardinal, que debía acometer. Quitarse un velo de la cara y maquillarse un poco no es algo que en sí mismo provoque una revolución irreversible. El afgano de a pie aceptó esos avances anecdóticos con la desidia de quien no ve su relevancia. ¿Que se escolarice a las niñas? Vale: yo a las mías no las llevaré a la escuela; ¿Que se maquillen las mujeres? Bueno, mientras las mías no lo hagan; etc... Porque esa es la realidad afgana [e iraní, iraquí, yemení,...] de estas dos últimas décadas. No ha habido modernización real ni lucha contra unas costumbres atenazantes en las que el hecho de quitarse el velo es comparable a la desnudez total. Y ahora, el mismo miedo de antes, pero aumentado. He buscado fotos; he leído algunas cosas; he intentado pensar, reflexionar sobre un porqué que me resulta más evidente que fácil de explicar. Ya tienen un cambio, su cambio, con el que mantendrán a la sociedad en su misma, idéntica, perversa abulia. Una sociedad que quitándose el velo creyó que ya estaba todo hecho o que ya era suficiente (o demasiado), que no se quitó lo cerril ni lo ignorante; una sociedad que, en el fondo, mantuvo intacta la parte oscura de su naturaleza. Una sociedad que no eliminó el miedo y que, por no querer cambiar, ahora tendrá dos tazas de su caldo y más, mucho más miedo.