12/07/2009
LA NIÑA CHICA
Me resisto a cerrar la brecha que he abierto.
La niña chica era la gloria de Platero. En cuanto la veía venir hacia él, entre las lilas, con su vestidillo blanco y su sombrero de arroz, llamándolo mimosa: -¡Platero, Platerillo!-, el asnucho quería partir la cuerda, y saltaba igual que un niño y rebuznaba loco.
Ella, en una confianza ciega, pasaba una y otra vez bajo él, y le pegaba pataditas, y le dejaba la mano, nardo cándido, en aquella bocaza rosa, almenada de grandes dientes amarillos; o, cogiéndole las orejas, que él ponía a su alcance, lo llamaba con todas las variaciones mimosas de su nombre: ¡Platero! ¡Platerón! ¡Platerillo! ¡Platerete!
En los largos días en que la niña navegó en su cuna alba, río abajo, hacia la muerte, nadie se acordaba de Platero. Ella, en su delirio, lo llamaba triste: ¡Platerillo!... Desde la casa oscura y llena de suspiros se oía, a veces, la lejana llamada lastimera del amigo. ¡Oh, estío melancólico!
¡Qué lujo puso Dios en ti, tarde del entierro! Septiembre, rosa y oro, declinaba. Desde el cementerio, ¡cómo resonaba la campana de vuelta en el ocaso abierto, camino de la gloria!... Volví por las tapias, solo y mustio, entré en la casa por la puerta del corral, y, huyendo de los hombres, me fui a la cuadra y me senté a llorar con Platero.
¡Olé!
La niña chica era la gloria de Platero. En cuanto la veía venir hacia él, entre las lilas, con su vestidillo blanco y su sombrero de arroz, llamándolo mimosa: -¡Platero, Platerillo!-, el asnucho quería partir la cuerda, y saltaba igual que un niño y rebuznaba loco.
Ella, en una confianza ciega, pasaba una y otra vez bajo él, y le pegaba pataditas, y le dejaba la mano, nardo cándido, en aquella bocaza rosa, almenada de grandes dientes amarillos; o, cogiéndole las orejas, que él ponía a su alcance, lo llamaba con todas las variaciones mimosas de su nombre: ¡Platero! ¡Platerón! ¡Platerillo! ¡Platerete!
En los largos días en que la niña navegó en su cuna alba, río abajo, hacia la muerte, nadie se acordaba de Platero. Ella, en su delirio, lo llamaba triste: ¡Platerillo!... Desde la casa oscura y llena de suspiros se oía, a veces, la lejana llamada lastimera del amigo. ¡Oh, estío melancólico!
¡Qué lujo puso Dios en ti, tarde del entierro! Septiembre, rosa y oro, declinaba. Desde el cementerio, ¡cómo resonaba la campana de vuelta en el ocaso abierto, camino de la gloria!... Volví por las tapias, solo y mustio, entré en la casa por la puerta del corral, y, huyendo de los hombres, me fui a la cuadra y me senté a llorar con Platero.
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