La idea de Dios, su existencia, nunca me ha atormentado. Al menos no lo suficiente como para desvelarme. No ha sido nunca una obsesión dramática; sí, sin embargo, una constante persecutoria relativamente testaruda.
He sido incapaz de concebir (y comprender) al Dios asediado por las religiones; a un Dios presentado desde razonamientos defectuosos y que cargaba contra el hombre incomprensiblemente. Así continúo.
La duda me hizo pensar y quizá, como a Larry -el espléndido protagonista de El filo de la navaja-, buscar entre todo este desbarajuste una luz, un atisbo de sentido en el caos ciego del que nos nutrimos. He indagado lo suficiente para saber que no hay que indagar, que el alcance de nuestras miserias no se resuelve con un falso convencimiento por mucho que ayude a soportar el tránsito obligado. Al final, todo se reduce a un sencillo "no sé" o a una íntima persuasión que en ese ámbito debe quedar porque su validez se ciñe a lo personal y a lo imperfecto.
De todo, la única conclusión que he conseguido extraer sin dolor, sin rencor, es que SOMOS DEMASIADO PEQUEÑOS COMO PARA QUE NO HAYA ALGO MUCHO MÁS GRANDE. Sea lo que sea. Somos motas de polvo, microbios dentro de otro microbio que vive dentro de otro microbio... Esta certeza me infunde un cierto valor (o me extirpa el miedo) para afrontar un destino inamovible, inexorable. Sigo sin saber de dónde vengo, qué hago aquí ni adónde voy. En ese entretanto de hojas caducas, cuidado: nadie tiene nada -en realidad- que perder... Y yo menos.