05/02/2012

Indicios y evidencias

Hace poco oía a la fiscal (creo que era tal) en uno de los procesos contra Garzón afirmando con énfasis defensivo que se puede no ver al niño comer la tableta de chocolate; pero que, si se ve el envoltorio arrugado en la encimera de la cocina, berretes marrones en las comisuras de los pueriles labios y los dedos pringosos de pastiche de ese mismo marrón, se podía deducir con cierto viso de certeza que el niño en cuestión se había zampado el nutritivo dulce. De este modo, venía a decir que por los indicios podíamos determinar una conclusión sin necesidad de evidencias tangibles. También Borges, siguiendo una línea filosófico-físico-matemática, nos dejó aquello de la naranja y su descuelgue de la rama: "no se la ve cayendo". Se la ve caer, se la ve caída... En fin, la evidencia es que la naranja termina en el suelo donde la encontramos y de ahí suponemos que ha caído del naranjo que la sombrea. Es cierto que puede no proceder del árbol: alguien la puede haber olvidado allí aunque la probabilidad y la posibilidad indiquen lo contrario y apunten hacia lo más seguro. De la misma manera, toparse con alguien cuyo aliento asperja aromas de tabaco, que tiene índice y corazón (los dedos) amarillentos y que guarda en el bolsillo de la camisa una cajita que en la semitransparencia de la tela permite leer Ducados, nos asegura que estamos ante un fumador aunque en ese momento no le veamos con un pitillo en la boca, humeando y descargando ceniza.
Tengo bastantes amigos licenciados en Derecho. Algunos son abogados y otros (los menos) leguleyos. Los hay de los dos géneros (femenino y masculino) y todos coinciden -coincidimos, pues- en algo importante: en ciertos casos se exige demasiada prueba y esa exigencia a quienes perjudica es a los más débiles de la historia: los niños. Demostrar manipulación, maltrato infantil psicológico y alienación parental es en extremo complejo por dos razones. La primera es que las leyes limitan la acción del padre; la segunda es que los jueces limitan la acción del padre. Luego, cuando se reconocen, ya suele ser tarde y los responsables quedan exonerados de su culpa unos y de su dolo los otros. Todos, ellos y yo -seguramente mucha más gente- coincidimos en que la ley está mal hecha, que sobreprotege a la madre y desampara al padre desequilibrando el principio de igualdad. He de decir que quienes más colmillo muestran frente a la ley son, quizá paradójicamente, las mujeres.
Los jueces, como un triste colofón a sus actos, suelen esconderse tras ese facultativo: "nosotros no hacemos la ley: sólo la interpretamos y la aplicamos". Esto no es más que una posición cómoda y cobarde indicativa en grado sumo de la voluntad que gobierna los espíritus judiciales: privilegios, sí; compromiso, no. Con todo, y aceptando que aquel razonamiento fuera cierto y quedara fuera de su alcance otra cosa que no fuera la rigurosa ponderación de la ley, queda la incógnita por despejar de "¿quién es el responsable de los actos de un juez?" Al parecer, nadie. Voy un poco más allá. Las leyes no las hacen otros más que los políticos. Eso tampoco debe ser una patente de corso que aleje a estos de su responsabilidad PENAL. Elaborar una ley (como grande parte de las que "gozamos" en la actualidad) descaradamente injusta y escorada debe tener repercusión en el legislador. Esa repercusión es la de procesar a dicho legislador por PREVARICACIÓN.
¿Dónde estriba el problema fundamental? Pues en que tanto los jueces y fiscales como la clase política (todo en general) son estamentos corruptos que disfrutan de un poder extremo, casi absoluto y viven ajenos, voluntariamente, a la realidad del ras de suelo: son intocables y juntos forman una casta que está por encima del bien y del mal y puede que sea el momento de cambiar todo eso y de decirles "hasta aquí hemos llegado".