18/12/2011

Los sueños

El sol ha descubierto un tupido manto de escarcha y yo, sereno, me he despertado con las imágenes del sueño colgando, recordándolas.
El juego onírico no me ha dejado más que retales de caras antiguas y acciones imposibles sucediéndose en un lugar brumoso e incierto. No tienen sentido lamentable; no tienen interpretación. Han sido sólo éso: rostros amontonados y quizá, más que un anhelo, un homenaje a quienes ya no volveré a ver.
Entonces he vuelto a saber que en su polisemia, unos sueños y otros nada más tienen en común. Establece la diferencia más importante entre unos y otros la voluntad de soñarlos, la violencia del anhelo voluntario del sueño en la vigilia frente a la languidez involuntaria del sueño en el desahogo durmiente; la codicia consciente frente a la ilusión, a la ficción impuesta por la inconsciencia.
Sí, porque he soñado esos rostros; pero, no sueño con volver a verlos.
De ahí, de esa conclusión, a la decepción había un paso.
De vuelta al mundo de ojos abiertos, ¿soñamos con ovejas eléctricas? Claro que no. Hasta para eso somos prosaicos y mezquinos. Nuestros deseos, nuestras metas, se dirigen a la consecución de falsas satisfacciones o, si no falsas, sí copadas de mediocridad. Porque no deseamos aventuras ininterruptas, alas, poderes mágicos o conocer el terrible y peligroso fondo abisal. Queremos ceñirnos ínfulas de laurel (en el mejor de los casos), una moto, pagar la casa y seguir viviendo al despiste, continuar sin más inquietud que ver pasar los días hasta que nos llegue el postrero. ¿Qué tenemos? ¿Qué hemos conseguido? ¿En esos "sueños" se sustenta nuestra felicidad y ese pintoresco "sentirnos realizados"? Es nuestra secuencia vital: nacer, crecer, trabajar en lo mismo durante toda la vida y morir mientras quedamos un día con los amigos, compramos el periódico los domingos y fiestas de guardar o nos hacemos un estirado de cara. Queremos una cota de libertad que nunca vamos a usar. Somos cabestros nacidos para la monotonía. No sabemos soñar porque no sabemos vivir sin normas. No queremos soñar de verdad; queremos, únicamente, vivir sin el sobresalto de los sueños y anclados a una realidad en la que denostamos al soñador, al intrépido que osa a saltarse el rigor de lo patético cotidiano.
Quedan pocos días para que la pregunta unánime sea "¿qué va a hacer usted con el dinero del premio?" y para que la respuesta, también unánime, sea "tapar agujeros"...

13/12/2011

Hoy, martes y trece

Confieso que vivo mejor, más cómodo, sin la superstición. No sin una concreta, sino en la ausencia absoluta de todas.
Alguna vez, borracho por alguno de esos peculiares e inexplicables impulsos intelectuales -de falsa intelectualidad, evidentemente- estuve tentado de hacer una recopilación de supercherías y buscarles un origen y, quizá (no estoy seguro), una explicación razonable o posible.
Nunca llegué a ceder a la tentación y lo dejé rodar a su aire sin permitir que interfiriera en el mío. Sí es cierto que inventar una pamema supersticiosa y que cale, que cunda, es fácil: yo lo he hecho sólo por el placer perverso de ver reacciones, de provocar de alguna manera esas estúpidas conmociones en los cretinos creyentes.




Ahora, pensando algunas, me salen a bote pronto la de cruzarse con un gato negro, pasar por debajo de una escalera, la de hoy (que en el mundo anglosajón sufre la mutación venérea), y un montón de ellas más inventadas al vuelo por la proliferación de sacacuartos cartomantes, astromantes (no sé por qué se les concede el rango de "astrólogos") y otros zascandiles del mismo pelaje. Esos jetas dedicados a pulirles los bolsillos a los imbéciles que se creen a pie juntillas cuantas sandeces les sueltan por un sustancioso fajo de billetes; insensatos que, además de pedir por escrito y con el correspondiente recibo la tontería en cuestión para reclamar después, harían mejor en meditar en por qué copular a la luz lunar no cura los callos... ¡Pero qué bien te deja!
Sé que es inevitable. El hombre (en general) necesita ser supersticioso porque es supersticioso por naturaleza. Son cuestiones de necesidad primaria, primitiva; la necesidad residual de confirmar que todo va a mejorar. A mejorar o, si no a mejorar, si para tratar de controlar ciertas cosas y que la vida, al menos, no empeore con años de mala suerte añadida por haber roto un espejo, por ejemplo.
Yo he desechado voluntariamente la superstición de mi vida y en todo este tiempo no he notado que un día señalado por los malos agüeros haya empeorado más la precariedad de que disfruto. Hoy, sin ir más lejos, siendo martes y trece he recibido una pequeña pero buena noticia. Habituado como estoy a no tener otra cosa que desgracias, me inclino a pensar que en caso de que hubiera un poder adverso en todo ese tinglado, a mi me es favorable...