Y, entonces, de repente, un buen día, uno se levanta y se da cuenta de que no tiene nada qué decir; de que el mundo ha progresado pero no cambiado, que sigue habitado por seres miserables y egoístas y que no tiene solución. De repente, uno se da cuenta de que no ha sabido resolver su vida, de que ha malversado su tiempo de una forma inconsciente e irreparable. Entonces, uno se da cuenta de que con casi medio siglo de vida sobre la chepa sólo ha azacaneado inútilmente penas y sufrimientos, que tiene las manos y el alma vacíos y que está en esa edad turbia e imprecisa en la que ni se puede concluir ni se puede empezar de nuevo. El vigor y la cabeza se baten en retirada lentamente; el corazón -o lo que sea- ya no alberga esperanzas ni anhela imposibles; los ojos van errando sus miradas; las manos notan el temblor incipiente de los años; las piernas flaquean y una certidumbre aplastante se hace carne. Lo que no se consiguió antes, ya no se conseguirá. La consciencia de la irrealidad de los milagros se expande frente a la retirada de una fe torpe que nutrió, horra, cientos de días insolventes heridos por una espera absurda.
Se hace balance y el resultado se solapa bajo capas de lamentos mientras su fogonazo persiste devorando el centro de un universo vacuo. Ni se aplacó la sed ni se satisfizo el hambre.
La luz va extinguiéndose sobre un horizonte turbulento y en ese crepúsculo inevitable va dejando alfileres, agudos, severos, que desangran las últimas horas.
Entonces, uno, de repente, un buen día, se da cuenta de que nada tiene ni sentido ni solución y de que hace mucho tiempo, mucho tiempo atrás, que debería haberse bajado en aquella estación recóndita donde la soledad dolorosa se reconfortaba con las simples sombras de la libertad y el silencio.