20/11/2011

Mi cambio, mi lucha.

Supongo que son etapas, fases -como las lunares-, que todos sufrimos y superamos, inevitables y necesarias. El caso es que, de repente, en un momento tan determinado en el tiempo como impreciso para nosotros, algo se nos rompe por dentro a modo de parto inverso y nos cambia. Quizá esa metamorfosis haya sido progresiva y por eso sólo la percibamos en el momento justo en que ha terminado de fraguarse y cuando la mutación ya es irreversible. Quizá llevemos instalado, ignorantes de ello, un mecanismo de defensa para evitar modificar ese cambio imprescindible para nuestra propia evolución. Sea como fuere, hoy la confluencia de circunstancias me ha revelado uno de esos cambios indoloros que experimentamos y que he recibido con agrado. Sí, con agrado. Puede que porque en el fondo ya lo llevara enquistado desde tiempo atrás (¿desde siempre?) o porque lo anhelara con la vehemencia con que se desea lo inalcanzable.
Se hace el cambio como se hizo la luz y los corsés -algunos, al menos- se rompen y dejan de constreñir y asfixiar. Se opera la transformación y cambia la perspectiva de todo cuanto nos rodea y nos influye. La sangre sigue ardiendo, el ímpetu sigue irreductible; pero, el valor es más sereno, más predispuesto a no desperdiciarse en una salva, y el dolor... El dolor pasa a ser una simple cuestión de oportunidad y tiempo; se asume, se anula hasta donde es posible y se soporta bajo la certeza de que el cansancio es un espejismo, que no importan las derrotas pues lo importante es combatir porque no son las heridas las que matan, sino la rendición.
Vuelven, entonces, viejas y desvaídas consignas despreciadas y se comprende su utilidad. Vuelven, para adherirse al pecho como coseletes invulnerables, antiguos alientos y antiguas armas que creí orinadas e inútiles. Vuelven para ayudarme a sobrevivir en el mundo que acabo de descubrir; un mundo que, ahora lo sé, puedo perder sin remordimiento por innecesario; un mundo en el que ganar o perder carece de importancia. Vuelven para diluir cualquier residuo de miedo que quedara.
He cambiado yo, ha cambiado todo.

11/11/2011

¡Qué malo soy!

Nunca dejará de soprenderme la estupidez humana. Yo me incluyo. Me incluyo más por un prurito solidario que por pertenecer a un grupo en donde, si bien no debo en buena ley incluir a toda la humanidad -sería injusto y excesivo- si debo generalizar por la cantidad abrumadora de seres pertenecientes a ese conjunto.
Todo esto viene por la costumbre, fea, de las personas de catalogar como malos (de ahí para arriba) a todos aquellos que no nos permiten salirnos con la nuestra, a todos aquellos que nos hacen frente y se defienden de nuestros abusos: lo normal siempre es que cada uno imponga su santa voluntad y el resto lo asuma en silencio porque si no...
Aunque me he incluido en la generalización, pertenezco a este segundo grupo; al que hace frente y se defiende -como gato panza arriba- de los atropellos a que estoy sometido a diario. Y me defiendo como puedo porque es muy difícil no desmoralizarse y mantenerse en la liza cuando aquella misma estupidez tiene poder, un poder excesivo e intocable, y lo detenta (no sustenta ni ostenta, detenta) de manera irracional y fuera de cualquiera margen de la lógica y del sentido común.
Habría mucho qué decir del juego y la importancia, del papel, que la opinión social (pública) tiene en todo este entramado de consecuencias descabelladas y mucho qué decir, también, de cómo grupos interesados manipulan hasta la saciedad tergiversando y fraguando hasta consolidar ideas perversas tan alejadas de la realidad auténtica como próximas a la abyección.
Es, por dejarlo reflejado de una forma gráfica y sencilla, el ladrón ( iba a escribir "político", pero me he arrepentido porque ladrón engloba, también, a exesposas; por ejemplo) que se queja amargamente de que no le dejan robar a gusto. A buen entendedor...
Si esto lo trasladamos a otros aspectos de la vida cotidiana ( a los mentirosos que se les reprocha sus mentiras, a la divorciada que usa a los hijos como salvoconducto y arma arrojadiza, al etarra que quiere irse de rositas pasando por la casilla de salida...) tendremos que quienes más tratan de condicionar son, precisamente, todos aquellos que en su esencia más íntima son unos sinvergüenzas de tomo y lomo.
Aquellas asociaciones, por ejemplo, de señoras divorciadas y alarmantes que han extendido la especie (difícil de depurar), y que tanto ha calado, que la propia legislación y la interpretación les favorece hasta cuando comenten los mayores abusos; la especie, digo, de que ellas son las buenas por ser las mamás y que todo lo que sea padre es malo; que han cimentado el falso concepto de que los hijos están mejor con ellas que con los padres, etcétera. Aquellos políticos, por ejemplo, que se llenan la boca de dignidad pero se niegan a abandonar la política porque tienen en ella un chollo morrocotudo. Y así, sucesivamente...
Años estuvo el hermano de un amigo (Juanjo), denunciando la precariedad a que estaban sometidos sus hijos por una madre desnaturalizada -que las hay y más de las que suponemos- y solicitando lo que la ley y los jueces le negaban sistemáticamente una y otra vez. Los de Asuntos Sociales emitían informes favorables de la madre y del trato recibido por los hijos (cohibidos) porque, claro, llamaban una semana antes para concertar la cita. No, no se presentaban de improviso, no: concertaban la visita. Algo así como si la policía telefoneara al atracador para decirle que en una hora y media, aproximadamente, pasarían por el banco a detenerle. Unos años más tarde, cuando los niños ya estaban tocados y su recuperación afectiva, familiar y social era compleja, el hermano de mi amigo recibe una llamada en la que le preguntan si quería hacerse cargo de los pequeños. ¡Después de años denunciándolo! Pero, ahora sí; ahora le apremiaban a quedarse con ellos porque, por fin, en el colegio habían detectado algo anómalo en las conductas de los infantes. Ahora se los cedían, después de tensos años de lucha y fracasos, con la advertencia o la recomendación de que a la mayor brevedad posible se apoyara en psicólogos porque devolver la "normaildad" a esos niños iba a ser una ardua y difícil tarea. Así estamos. Ningún daño es suficiente hasta que no tiene remedio. Cuando ya no tiene solución el mal infligido a quienes fueron seres indefensos, aquellos que fueron los responsables y causantes de dicho mal se lavan las manos, transfieren la responsabilidad a otro y aquí no ha pasado nada... Aquí nunca pasa nada.

06/11/2011

Patricia y los caracoles.

Patricia era un mico de cinco o seis años, creo recordar. Y creo recordar que ya, en ese momento, tuvo la osadía de ir ella sola desde su casa hasta la de los abuelos. Recuerdo que era tarde de toros y que estalló una breve tormenta que amainó los calores veraniegos. Lo recuerdo porque hace unos días, quemando viejos y cansados textos de mi "ampulosa" juventud, apareció uno que creí perdido y cuya desaparición me causó una notable tristeza por lo que contenía de afectividad. La casualidad, el destino, lo que sea, lo ha traído de nuevo a mis manos y a mis ojos. Como todos mis escritos es inmediato e impaciente; a éste, sin embargo -junto a otra docena escasa-, le tengo un aprecio especial a pesar de sus imperfecciones apabullantes. Quizá porque me refresca una escena llena de ternura y los ojos chispeantes de Patricia llenando de destellos azules la penumbra del salón. De esto hace ya veintitantos años.


Acababa de llover. La tormentilla estival dejó cuatro gotas y una tarde fresca, luminosa, bajo las escasas y esparcidas nubes que, rezagadas, aún colgaban del terso cielo azul. A Patricia líquida, amiga del agua, le faltó tiempo para echarse a la calle a pisotear los escuálidos charcos y los regatos cuyo escaso y tímido ímpetu, liberado ya de las zurrapas obturadoras, corrían laderos a las cintas de las aceras hasta las alcantarillas. El aire se llenó de trinos caóticos y alocados revuelos sin rumbo, y los árboles del cercano convento de las Charitas asperjaban, a grandes bocanadas, un intenso y aséptico aroma. A Patricia, seria, niña, le gustaba curiosear, descubrir los nuevos colores de territorios antes prohibidos, dar vueltas a manzanas aún no exploradas por su vivacidad infantil. La procelilla ha facilitado la siesta. Una manada de chavales, hiriendo con sus graznidos la tarde, corre la calle de cabo a rabo sembrándola de consignas lúdicas. A Patricia inquieta le gusta entrar y salir de casa, y pedir, y buscar, y hacer de repente un silencio y huir a remotos pensamientos escabullidos por una madriguera improvisada. Patricia no juega cuando eso implica renunciar a los descubrimientos, a las sensaciones que, sabe, la esperan en cada recoveco de la aventura. Vuelve a sonar el timbre de la puerta. El abuelo se ha quedado dormido, con su cansancio ceñido, frente al televisor, frente a una corrida de toros que hoy es aburrida, nada excepcional. El ruido no le molesta ni le sobresalta; conoce los pasos de su nieta, se recrea en ellos jugando, quizá, en la ensoñación y sonriendo levemente como cuando la niña, sentada en sus rodillas le encaró por primera vez la palabra "belo" babeando, con su boca mínima encarnada y llena. Patricia, algo pecosa, no desiste, jamás renuncia. Entra de nuevo como un torbellino desatado, arrasando hasta el patio, pidiendo sin resuello una caja de cartón. La abuela, condescendiente, le pregunta para qué y Patricia, ilusionada y pletórica, abre sus manitas regordetas y sonriente, clavando sus ojazos azules en los ojos acariñados de la abuela, sólo dice "para mis caracoles".