13/12/2011

Hoy, martes y trece

Confieso que vivo mejor, más cómodo, sin la superstición. No sin una concreta, sino en la ausencia absoluta de todas.
Alguna vez, borracho por alguno de esos peculiares e inexplicables impulsos intelectuales -de falsa intelectualidad, evidentemente- estuve tentado de hacer una recopilación de supercherías y buscarles un origen y, quizá (no estoy seguro), una explicación razonable o posible.
Nunca llegué a ceder a la tentación y lo dejé rodar a su aire sin permitir que interfiriera en el mío. Sí es cierto que inventar una pamema supersticiosa y que cale, que cunda, es fácil: yo lo he hecho sólo por el placer perverso de ver reacciones, de provocar de alguna manera esas estúpidas conmociones en los cretinos creyentes.




Ahora, pensando algunas, me salen a bote pronto la de cruzarse con un gato negro, pasar por debajo de una escalera, la de hoy (que en el mundo anglosajón sufre la mutación venérea), y un montón de ellas más inventadas al vuelo por la proliferación de sacacuartos cartomantes, astromantes (no sé por qué se les concede el rango de "astrólogos") y otros zascandiles del mismo pelaje. Esos jetas dedicados a pulirles los bolsillos a los imbéciles que se creen a pie juntillas cuantas sandeces les sueltan por un sustancioso fajo de billetes; insensatos que, además de pedir por escrito y con el correspondiente recibo la tontería en cuestión para reclamar después, harían mejor en meditar en por qué copular a la luz lunar no cura los callos... ¡Pero qué bien te deja!
Sé que es inevitable. El hombre (en general) necesita ser supersticioso porque es supersticioso por naturaleza. Son cuestiones de necesidad primaria, primitiva; la necesidad residual de confirmar que todo va a mejorar. A mejorar o, si no a mejorar, si para tratar de controlar ciertas cosas y que la vida, al menos, no empeore con años de mala suerte añadida por haber roto un espejo, por ejemplo.
Yo he desechado voluntariamente la superstición de mi vida y en todo este tiempo no he notado que un día señalado por los malos agüeros haya empeorado más la precariedad de que disfruto. Hoy, sin ir más lejos, siendo martes y trece he recibido una pequeña pero buena noticia. Habituado como estoy a no tener otra cosa que desgracias, me inclino a pensar que en caso de que hubiera un poder adverso en todo ese tinglado, a mi me es favorable...

23/11/2011

¿Y Dios?

Para quienes nos pasamos buena parte de la vida intentando aprender algo y comprender un poco este mundo, el concepto "Dios" resulta de lo más desconcertante.
Creer en Él o no creer es, al final, una cuestión de fe, de la misma fe dogmática presentada en sus dos polos opuestos. Es así porque si bien no tenemos pruebas tangibles y verificables de la existencia de Dios, no es menos cierto que tampoco tenemos forma de demostrar lo contrario: creer en la existencia de los biripichos gamusefos alípodos no significa que sean, que existan, ni el no haberlos visto significa que no estén ahí, agazapados en alguna parte del cosmos.
Lo razonable (y lógico) en un universo infinito es pensar que todo se da, todo está, y además infinitamente e infinitas veces y en todos los momentos. Incluso aquello que el hombre aún no ha podido conceptuar o definir, ni siquiera sospechar.
Sorprende que tanto los defensores de la existencia divina como sus detractores aportan las mismas pruebas para sostener sus teorías. Nuestro menino mundo (este planeta llamado Tierra) es menos que una mota de polvo en el todo de ahí afuera. De hecho, cualquiera mota de polvo de las que cubran nuestros anaqueles es extraordinariamente más grande y consistente -en la proporción, claro- de lo que es este terruño en la inmensidad cósmica. Infinitamente más grande.
Para apoyar cada creencia, surgen preguntas que, supuestamente, contienen la respuesta en sí mismas. Preguntas que alimentan el debate hasta que desembocan en la pregunta crucial, en la pregunta madre: ¿Quién hizo a Dios?
Con la aseidad hemos dado. Aquí el desconcierto puede proclamarse como inquietud porque dependiendo de la argumentación se entra en bucle eterno, en un eterno retorno enloquecedor. Si Dios se hizo a sí mismo, ¿qué le impide al hombre haber evolucionado hasta aquí gracias al simple empuje natural? Si Dios necesitó otro Dios...
En el embrollo no dejarán de mediar e intervenir conceptos como "inteligencia", "lenguaje", "alma", etcétera, que lo único que hacen es enredar más la madeja.
Al final todos nos movemos por sospechas sin confirmar o por el deseo vehemente de que en la creencia -una u otra- esté la explicación a nuestra visión de las cosas y de cada por qué incomprensible.
Yo no sé si existe Dios o no. Pero, sí tengo cada día que pasa más clara una cosa: a medida que se hacen descubrimientos, que avanza la ciencia, que el hombre desarrolla nuevos proyectos tecnológicos (véase la informática, por ejemplo), estoy más convencido de que el hombre no lo ha hecho solo.
A veces (sé que es descabellado, pero lo he pensado seriamente y no como argumento de un relato de ciencia ficción), me he planteado si el hombre no es más que un ordenador "sofisticado" dominado por un programador que le reprograma, pasa el antivirus, modifica, usa, instala o desinstala a voluntad... Y puede que en mi insensata y disparatada idea, no vaya muy desatinado... Sobre todo porque, quizá, lo que falla no es la existencia o inexistencia de Dios, sino nuestra mediocridad al conceptuar y definir algunas cosas...

21/11/2011

De este árbol caído...

... Yo sí creo que hay que hacer leña. Y mucha. No sólo porque este impostor nos haya hurtado la dignidad además de los fondos, sino porque el precedente que sienta es demasiado peligroso para dejarlo en la más completa impunidad. José Luis Rodríguez Zapatero merece algo más contundente que la negación del saludo cuando pasee por la calle o el certero y vengativo escupitajo de un camarero en el café de los ochenta aproximadamente. Este sinvergüenza merece un procesamiento en regla y que caiga sobre él todo el peso de las tablas de la ley (deseo, claro, que extiendo a sus apóstoles). No merece él un escarmiento ejemplar, no: nosotros, la ciudadanía, merecemos el acto de justicia que supone verlo enrejado y hundida su familia en la misma idéntica miseria en la que él ha dejado a millones de familias mientras regalaba un dinero precioso a la Asociación de amigos de Al-Qaeda o para el Estudio de la viabilidad de la cría del salmonete en las dunas del Sáhara. Éste cobarde mentiroso se va a ir con la misma arrogancia con la que llegó y convencido, en su megalomanía, de que los demás seguimos equivocados; se va a ir con la misma sonrisa estúpida con la que millones de incautos se dejaron camelar.
Ahí empezaría la verdadera reforma y la verdadera regeneración democrática. No dejarlo en un linchamiento moral y en una reseña histórica deplorable.
Pero, evidentemente, Rajoy no alentará nada parecido a la justicia en el asunto Zetapé por si acaso, por si algún día le toca a él mismo.