25/08/2021

 Fue un impulso irreflexivo. Apenas hube entrado en casa y llegado, dos pasos más allá, al salón-comedor comprendí el caos en toda su magnitud. Pequeñas pilas de libros y papeles, objetos inánimes superpuestos unos sobre otros, fatigaban el desorden. El resto de la casa, cada cuarto, condecoraba la misma condición. <<Voy a ordenarte>>… Empecé una reconstrucción anárquica de los espacios invertebrados, desorientado, sin saber muy bien dónde y cómo colocar cada elemento, seleccionando, analizando, corrigiendo hasta que las áreas liberadas fueron conociendo la luz y empujando sutil y silenciosamente cada elemento a una nueva ubicación. Poco a poco, la nueva disposición creó entornos despejados; como si, de súbito, por alguna artimaña mágica, todo se hubiese desvanecido del antiguo escenario para reaparecer, con nuevos rostros y formas, irreconocible en un paisaje recién inventado. Ahora todo está en orden. Ya no hay objetos hacinados ofuscando la mirada, turbando la virtud de la morada santa; el obsceno desorden se ha redimido y la casa -cada uno de sus cuartos- aparece despejada. Ahora reina algo parecido a ese murmullo rezandero de los templos: respetuoso, reconcentrado, severo. Es el susurro de las cosas… porque la casa ya no me habla: ha enmudecido; tal vez no se reconoce o se habrá enojado conmigo y ha decidido guardar silencio.

23/08/2021

 Hay una frase en <<El gatopardo>>, de José Tomás de Lampedusa, que me ha acompañado desde que leí el libro (edición Círculo de Lectores) allá por el... Es una frase que contiene un terrible dramatismo: <<Si queremos que todo permanezca como está, necesitamos que todo cambie>> ( «Se vogliamo che tutto rimanga come è, bisogna che tutto cambi»). Ahora, hoy, por desgracia, el foco de atención está en Afganistán. No es la única zona <<caliente>> del planeta -hay otras muchas que pasan desapercibidas, sin la pena ni la gloria deparada por los medios de comunicación-; sí es, sin embargo, una zona estratégica para algunos y sus intereses no sólo económicos. Yo no sé qué pasa por las cabezas de los dirigentes mundiales. Tampoco es imprescindible conocerlo. La cuestión es que, una vez más, ese territorio vuelve a ser un punto de discordia, de violencia, de peligro... y de poder. La ayuda de iraníes e iraquíes [puede ser que algunos más] al fanatismo islámico afgano es evidente aunque se silencie por razones diplomáticas. Ése puede haber sido un punto de fricción o de disuasión a la hora de replegar tropas internacionales a sus países de origen. Sin embargo, yo estoy seguro de que la razón más poderosa e influyente ha sido la pasividad. Durante veinte años, estos últimos, la sociedad afgana se ha mostrado tibia y pasiva, indolente ante los cambios vitales, de importancia cardinal, que debía acometer. Quitarse un velo de la cara y maquillarse un poco no es algo que en sí mismo provoque una revolución irreversible. El afgano de a pie aceptó esos avances anecdóticos con la desidia de quien no ve su relevancia. ¿Que se escolarice a las niñas? Vale: yo a las mías no las llevaré a la escuela; ¿Que se maquillen las mujeres? Bueno, mientras las mías no lo hagan; etc... Porque esa es la realidad afgana [e iraní, iraquí, yemení,...] de estas dos últimas décadas. No ha habido modernización real ni lucha contra unas costumbres atenazantes en las que el hecho de quitarse el velo es comparable a la desnudez total. Y ahora, el mismo miedo de antes, pero aumentado. He buscado fotos; he leído algunas cosas; he intentado pensar, reflexionar sobre un porqué que me resulta más evidente que fácil de explicar. Ya tienen un cambio, su cambio, con el que mantendrán a la sociedad en su misma, idéntica, perversa abulia. Una sociedad que quitándose el velo creyó que ya estaba todo hecho o que ya era suficiente (o demasiado), que no se quitó lo cerril ni lo ignorante; una sociedad que, en el fondo, mantuvo intacta la parte oscura de su naturaleza. Una sociedad que no eliminó el miedo y que, por no querer cambiar, ahora tendrá dos tazas de su caldo y más, mucho más miedo.

23/07/2021

 Con frecuencia, cuando llegamos a la madurez, perdemos la perspectiva y nos quejamos -como nuestras generaciones precedentes- de la rebeldía de la juventud. Olvidamos qué hicimos de jóvenes o qué pudimos hacer. Anquilosados, olvidamos que es la rebeldía de la juventud la que cambia y mejora las más de las veces el estado de las cosas.

23/06/2021


 

03/06/2021

 Son nimiedades que servidor echa de menos sin llegar a los polos de la nostalgia. Pequeños detalles que sin saberlo, pasando inadvertidos por su escasa irrelevante corpulencia, pusieron marchamo a una época. Hay en el taller una afanada pulcritud, la diligente asepsia ordenada, estabulada, en esos rijosos y modernos «parámetros de calidad». Sobre las paredes paneles con herramientas, afiches admonitorios, carteles informativos... Ni uno solo de aquellos cálidos calendarios con espléndidas señoras desnudas, mostrando sin pudor sus pechos opulentos, sus pubis frondosos a la novedosa libertad. Calendarios que convivieron, también, junto a pósteres de Playboy -y revistas similares- desplegados para el recreo visual y la excitación vicaria en las cabinas de los Barreiros, de los Pegaso, de las DKW... ¡Qué tiempos enormes de picardía casi pueril, de salacidad casi ingenua!

17/04/2021


 

04/03/2021


 

20/02/2021


 

03/12/2020

 Me he dado tiempo para no pensar, para oír, para no hablar. No pensar para que la rutina de la reflexión no se convierta en un atributo insensible, sólito y superficial por recibir tanto manoseo insustancial; para que el pensamiento -de alguna manera- no deje de sorprender, de pillarme desprevenido. Oír para comprender, para aprender, para comparar. No hablar para no herir, para no pecar, para no ofender, para no olvidar porque, con frecuencia, cuando alentamos eso que llevamos dentro dándonos punzadas experimentamos alivio y de éste parte el olvido: lo que no vemos o no sentimos no existe; lo que no existe no duele. Hace unos meses (tal vez algún pasado 10 de Septiembre: Septiembre tiene algunas connotaciones negras para muchos) colgué mi punto y coma cooperativo. Había estado enredando estadísticas, datos ralos, esparcidos por acá y acullá, y fatigando artículos determinantes sobre el suicidio -que no es otra cosa que el <<nuestricidio>> social, el síntoma inapelable del fracaso colectivo). Los resultados arrojaron un escalofrío devastador. Son muchos los que a diario se disparan el último cartucho de vida en la sien, demasiados. Luego, también, hay otros que no entran en estas estadísticas aniquiladoras: son aquéllos que van consumiéndose en la soledad, en el olvido, en el desprecio. Esos también mueren; de pena, de impotencia, de angustia, de inanición social. Cuando alguien muere, nos damos unos golpecitos de pecho como si abjuráramos de nuestra hipocresía e inmediatamente después soltamos eso de <<la vida sigue>>, <<the show must go on>>, tratando de aparentar resignación y duelo cuando lo que afirmamos con esa frase y esa actitud es <<me da igual, yo sigo aquí>>, en vez de plantarnos, poner pie en pared y decir: <<hasta aquí hemos llegado con la broma; hasta que no empecemos a resolver esto de aquí no se mueve ni dios>>. Muere alguien famoso y el problema (o uno de ellos) se hace visible un instante. Se le dedican minutos y minutos de información, de reconocimiento tardío, de pena. Nos mostramos compungidos y atribulados solapando a los otros que componen ese día la docena de fallecidos por causas similares (o idénticas). Y está bien. Bien a medias, porque pasado el fervor informativo por la búsqueda de audiencia, los homenajes extemporáneos, los recuerdos comunes de esas abatidas amistades que durante años jamás marcaron ese número de teléfono o se preocuparon por una salud, por una economía, todo volverá a su gris oscuro, a la bruma viscosa en la que permanece habitualmente. Menos mal que yo ya voy estando curado de espantos. Menos mal que cada día me importa menos esta puta mierda de humanidad.

18/11/2020