13/08/2009

El doble juego de Estela Comb.

Ahora, de repente, le vinieron a la cabeza -como una bandada de pájaros insolentes envueltos en un griterío ensordecedor-, todas las caras del pasado.
Una a una pasaron delante de ella dejando su punzada mordaz, clavándole la mueca irónica que las desfiguraba en aquel lugar profundo e impreciso de donde procedían las lágrimas.
Había pasado casi toda la mañana llorando. Le dolían los ojos enrojecidos y extenuados y el pecho asmático le jadeaba anhelante de aire.
"La vida -le dijo aquella voz serena desde el otro lado del teléfono- termina siendo justa. No me consuela -le explicó la voz sin énfasis rencoroso-; pero, recoges lo que sembraste: ¿recuerdas la parábola?"
Claro que la recordaba. Durante los días largos que precedieron su decisión esperó, temerosa, aquel desenlace. Durante días temió tomar la decisión errónea y que sucediera lo que no deseaba y que intuía que sucedería.
Y, ahora, la confusión, el remordimiento, el dolor, el vacío contumaz.
Estela Comb buscó una vez más el número en la agenda de su teléfono portátil. Lo seleccionó. Dudaba. El pulgar le temblaba presa de un calambre infinito. "No. No quiero consultar, le diría a la melosa pitonisa: quiero decirte que me aconsejaste mal, que me engañaste y que ahora..."
Estela Comb cortó el pensamiento, la frase incipiente que empezaba a consolidarse.
No tenía derecho al reproche. Era el engañador engañado. Se dejó arrastrar por la superstición ajustando la interpretación de cuanto le decían a su intención. Oyó lo que quería oír, nada más, y se equivocó. Eso era todo.
La mañana se resolvía lenta bajo el cielo raso. Le escocía en los ojos la dura luz de un sol entero, prepotente. Apenas podía sostenerse en pie y en un impulso de desesperación se declaró rota, definitivamente hundida.
Su memoria prodigiosa repasó, con precisión estremecedora, el resto de la conversación.
Se enjugó las lágrimas de nuevo. "No, Estela, ya no. Persististe en tu..." "Lo siento; pero, ya, se acabó: a pesar de todo te ayudé y aun así..." El aplomo de la voz la estremeció.
Estela Comb acababa de comprender. De repente, el deplorable resorte de la certeza se disparaba para revelarla toda la magnitud de su naufragio: ella hundió el barco y ella, sólo ella, Estela Comb, había apuñalado a quien la recogía del proceloso oleaje.
Quizás aún tuviera una última oportunidad, el arrepentimiento postrero que salva del descenso a los infiernos.
Intentó sosegarse, recobrar el maltrecho aliento.
Un pitido largo, dos... Durante treinta segundos los tonos horros se sucedieron. Nada. Repitió. Tal vez estuviera... Volvió a marcar. No importaba. En cuanto viera en la pantalla su nombre descolgaría. Tiiiii... Soy yo. Tiiiii... Ya, ya lo veo; dime. Tiiiii... Bueno, yo... No, escucha: déjame hablar, por favor... Yo... Tiiiii... Tiiiii...
Un escalofrío le sacudió la espalda dejando su trallazo demoledor. Estaría ocupado en algo importante. Seguro que en cuanto pudiera llamaba. Una oleada de angustia crispó aún más sus nervios desatados. No aguantaba más. Aquel dolor intenso en el alma; aquella presión en la garganta atenazada por los jipidos; aquella laxitud extendida a todo el cuerpo. Y la desesperación.
Tiiiii... Tiiiii... Tiiiii... La apuesta había salido mal. ¿Cómo no se dió cuenta antes? ¿Cómo pudo estar tan ciega?
Un calor recio, asfixiante, empezaba a copar el día. A tientas, con los ojos licuados, llegó al salón y se derrumbó sobre el abominable sillón anaranjado. Hundió la barbilla sobre el pecho un instante.
Intentó concentrarse intensamente en la frase final del mensaje de la pitonisa: "Y recuerda, Estela: cuando quieras conseguir algo basta con que lo desees con fuerza".
No iría a trabajar. Esperaría; toda la semana si era preciso. Tiiiii... Tiiiii... Tiiiii... Toda la vida si hacía falta; o lo que le quedara de ella... Tiiiii... Tiiiii... Tiiiii...