10/02/2010

Más por viejo que por diablo

Llega un momento en que uno, por esas cosas de la edad, empieza a redondear su escepticismo. Uno se perfecciona en el cinismo más procaz y deslenguado y se apea de melindres y dengues insustanciales.
Llega un momento en que uno, por esas cosas de la edad, empieza a no soportar cosas. Una de ellas, en mi caso, son los cobistas y lameruzos, los parásitos que crecen, medran, gracias a las capacidades de los prójimos y los despabilados que, en mala lid, permeabilizan haciendo propias todas cuantas ideas son capaces de absorber al vuelo.
Últimamente proliferan mucho, demasiado, los unos y los otros; esos seres esponjosos ansiosos de condecoraciones inmerecidas y esos otros, alienados, obtusos, cuya máxima aspiración es la de contentar a su líder espiritual, a su jefe, a su ídolo.
En este tiempo de silencio he podido comprobar éso y otra cosa: al idolatrado no le gusta una pizca dejar de ser el centro de atención ni que le llevan la contraria. Ceder protagonismo le duele como si le clavaran estiletes en el corazón y le arrancaran de cuajo las uñas.
De ahí que sean capaces de cualquier cosa para quedar por encima, para impresionar, para aparentar que ellos son los pioneros, los primeros.
Pero, llega un momento en que a uno, por esas cosas de la edad, tamañas estupideces le importan una miserable mierda y lo único que le molesta, por esas cosas de la edad, es no comprender por qué ese hatajo de insolventes mentales, esas quiebras morales e intelectuales, esos impostores de tomo y lomo, han llegado hasta dónde están sin que antes nadie les haya parado los pies y les haya soltado un par de lindezas -
o siete- de sinceridad apabullante.
Debe ser que en esta puñetera vida todo se reduce a una simple cuestión de imagen y relaciones públicas. Y, aun así, tampoco lo entiendo.