"Cuando te rompas -le dijo-, y te romperás, no habrá nadie a tu lado para recoger las esquirlas. Entonces cada segundo del resto de tu vida contendrá todo el dolor del mundo. Sin paliativos, sin expiación posible, quizás comprendas..."
La mirada de odio, en otro tiempo, hubiera podido horadarle. Ahora resbalaba por aquella nueva superficie impermeable al rencor.
Cogió a sus pasajeros y sin más demora, sin mirar siquiera de reojo a la arrogante figura posada como un impasible centinela bajo el soportal, partió.
En su cabeza, en su corazón, quizás en su estómago, revoloteaba una intuición imprecisa, sin forma definida. Nada inquietante. Era como si del rescoldo de aquel augurio algo cobrara entidad para hacer cumplir un designio inexorable. No pudo identificar las imágenes residuales que cruzaron rasantes su cabeza.
Pocas veces, anteriormente, había sido capaz de inmiscuirse en el hermético entramado de las profecías. Era cierto, sin embargo, que en las contadas ocasiones en que lo hizo, sus palabras se cumplieron con estremecedora exactitud. Peor era cuando sólo lo pensaba. Súbitamente aparecía la imagen de una persona y la frase. Luego, al poco tiempo, veía cómo aquel pensamiento se materializaba.
Miró por el espejo retrovisor. Los dos pasajeros disputaban por qué sería lo primero que harían en cuanto llegaran a su destino. Sonrió e impuso la paz ofreciendo una alternativa suculenta.
Aquella misma tarde recibió la primera llamada. Nadie respondía al otro lado del teléfono. Sólo se oía el rumor apagado, asmático, de alguien intentando hablar a través de las lágrimas. Esperó unos segundos, lo que dura ese instante de desconcierto, de incertidumbre, y colgó. Volvió a sus juegos, a degustar las presencias unánimes.
Sólo cuando el silencio de la noche fue rotundo se atrevió a susurrar: "Se ha roto". Dió media vuelta y se quedó dormido.