18/03/2011

Tornadizos

Negar, con la cantidad de evidencias que jalonan nuestra vida cotidiana, la corrupción política es un ejercicio de cinismo en el sentido más peyorativo del término. Ninguna defensa es posible, ninguna explicación plausible, cuando el grumo de pruebas es tan demoledor y sólo la arbitrariedad sectaria es capaz de ver honradez donde una contundente demostración indica vileza aplicada a granel, al por mayor.
Los dos raseros, las dos varas de medir, forman parte de la esencia humana, de la simpatía y afinidad o de la antipatía que destilemos por algo; pero, también, forma parte de la estupidez.
El juego político, no obstante, tiene estas peculiaridades magnificadas además por cada recurso artero usado en la partida. Ahí jugamos todos: desde el político "profesional" hasta los políticos de salón y barra fija, los mindundis que polemizamos en el bar o en el descansillo de la escalera. Nuestra inclinación, nada ecuánime, al "y tú más" es proverbial. En nuestra idiotez consumada, creemos que ese "y tú más", ese "y tú, ¿qué?", justifica cualquiera canallada practicada por "los nuestros" cuando en realidad lo que confirma es que tanto en el ánodo como en el cátodo la suciedad campa por sus fueros.
La corrupción en política es un hecho habitual; forma parte de su naturaleza. Todos sabemos que está ahí desde siempre pero la hemos pasado por alto porque, en principio, no nos afectaba lo suficiente y porque somos conformistas y cobardes. La hemos admitido (no sólo soportado) como algo consustancial e inevitable, hemos incluso acuñado frases escandalosas y reveladoras de nuestra estolidez intrínseca; frases que, analizadas siquiera someramente, deberían ponernos los pelos como escarpias por lo que revelan de nosotros mismos: "Para que roben éstos, que roben los míos". ¡Que roben los míos! Asumimos con naturalidad, no con resignación, que no queremos desprendernos del yunque que nos hunde en el abismo. Claro que "sarna con gusto...".
De la pléyade de políticos que conozco personalmente, sólo hay uno por el que me rompería el alma defendiendo su honestidad y lo mejor de todo es que ni siquiera es de "mi" partido. Del resto, presumo de antemano que el status los va a corromper si es que no están ya adulterados por la vanidad, la arrogancia paleta y el dinero fácil.
Pero, lo que son las cosas.
Anoche oí a un político asumir una crítica y reconocer que su calaña es uno de los graves problemas que tenemos en España. Afirmó que, en efecto, nuestro país precisa una urgente "regeneración" (yo creo que es "instauración": no se puede regenerar lo que, previamente, no ha sido generado) de los valores políticos, como si estos fueran diferentes a los valores en general resumidos en uno: la Ética.


Pues decía, digo, este tipo que tenían que hacer poco menos que examen de conciencia y propósito de enmienda y recuperar la confianza de la sociedad. Aquí es donde maliciosamente sonreí. Hasta ese punto nos consideran gilipollas. ¿Ellos, los mismos que están ahora sembrando de miseria y vapuleando en buen nombre de la Soberanía, residente en el Pueblo, tienen que hacer algo para cambiar el estado de las cosas? Ellos son el problema, ¡ellos! Las personas con nombre y apellidos que están actualmente gozando de las prerrogativas que nosotros, bobaliconamente, les cedemos. En ningún momento se le ocurrió (o tal vez sí) que la solución pasaba por que todos los están ahora se apeen del carro y dejen paso a otros. ¡No, eso no! Los mismos que están ahora y que han tenido años y años para desmontar su "legendaria" caradura, ¿son los que van a reponer la confianza, a cambiar? Evidentemente no. No se les ocurre renunciar. Saben que el problema, el impedimento, son ellos pero se niegan a dejar de concursar. Así, la única posibilidad de remoción de esta gentuza es la facultad del ciudadano aplicada con todo rigor y contundencia, el uso de la potestad más sagrada en democracia: el voto.
Mantener a esta grey de truhanes no sólo es un error sino que quien los renueve con su voto será cómplice de sus desmanes. Eso es tan claro como el agua de manantial. Y empezamos a combatirlos ahora, o adiós a la democracia.