26/08/2021

 No es la vida. El ajedrez no tiene nada qué ver con la vida. Ni siquiera es una relación de rivalidad o de poder. En realidad, no hay ninguna satisfacción en la muerte del rey contrario. Es la muerte de la reina la que, de verdad, produce un placer pleno, casi absoluto; un placer reconfortante y perverso. Yo no dejé el ajedrez por decepción, por aburrimiento o por quedar colmado con sus experiencias limitadas a mecanismos rutinarios de trebejos inánimes deambulando por escaques cercados por el abismo, por el vacío. Me retiré porque empecé -no sé si inconsciente y voluntariamente, aunque parezca contradictorio- a sufrir una impaciencia dramática y dolorosa. Afronté mis últimas partidas con una precipitación obsesiva. No me importaban los errores cometidos, sino la necesidad irreprimible de eliminar a la reina. A eso dediqué todos mis conocimientos y esfuerzos y una vez conseguido (si lo conseguía) el combate dejaba de tener aliciente y caía en una desidia devastadora.

Durante esa etapa observé cómo mis oponentes me dedicaban miradas de auténtico estupor, gestos de incomprensión ante mis desafortunados movimientos. No entendían mi proceder; mucho menos que mi único interés después de haber logrado un cierto prestigio fuese, sencillamente, matar a sus damas aunque para ello hubiese de poner en riesgo el resto de mi hueste.
Siempre supe que el rey era un títere, un ser pánfilo y cobarde que rehúye la lucha, que se parapeta gracias a su mando establecido por un extraño convenio universal y por la aceptación tácita, sumisa, de sus vasallos. El rey es un impostor incapaz de matar cara a cara: sólo lo hace a traición, sorprendiendo por los flancos desarmados. Ahora, ese conocimiento me escocía como sal en una herida profunda; me indignaba, me enojaba. No tuve ninguna necesidad de desenmascarar a quien ya estaba desenmascarado; sí la tuve de intervenir, de despreciarle, de humillarle.
Y, sin embargo, bien pensado, tampoco fue ese el detonante -en sí mismo- de mi huida. Sí lo fue un hecho extraordinario e imprevisto por mí.
A los pocos meses de correrse el rumor de mi disparatada tenacidad, y de comprobarse en múltiples partidas su veracidad, buena parte de mis rivales al ver a sus reinas hostigadas sin descanso empezaron a modificar sus estrategias y a defenderlas casi compulsivamente. Esto produjo un cambio notable (aunque carente por completo de ningún interés relevante) en el juego. Paulatinamente, los reyes dejaron de importar. Los tableros se llenaron de piezas agrupadas en torno a las reinas dejando a los reyes indefensos, arrinconados, olvidados en su efímero trono. Algunos, por un raro prurito de ortodoxia, los parapetaban tras la tutela de alguna torre aún fiel, emparedados, inmóviles, inútiles. Fue como reconocer explícitamente quién ostentaba la auténtica potestad soslayada durante siglos por un alfeñique coronado cuya única función servible era morir.
No intervine -ni aun hoy lo hago- en las polémicas cruzadas que se aventaron. Los argumentos que unos y otros armaban a favor o en contra de mi locura, de mi audacia, de la neonata necesidad de revisar las reglas del juego, de reformarlas o de mantenerlas y expulsar del juego a todos los rebeldes, a los herejes, no me aportaron nada: mi desprecio había llegado a su ápice culminante. Me adujé en un silencio abstracto, inextricable.
Me consta, no obstante (mi mutismo no conlleva imperiosamente la ausencia de información actualizada), que en algunos torneos han adoptado una solución salomónica: las mujeres intercambian características y ubicación entre reyes y reinas cediendo a estas los atributos de aquel. En el resto, las normas mantienen su rigidez. Alguien, hace ya algún de tiempo desde que se estableciese aquella primera fórmula expuesta, me sondeó sobre ello. <<No han entendido nada>>, respondí. Tanto mi hermetismo como mi enigmática respuesta fueron interpretadas de muy diferentes maneras por la prensa y por la sociedad: tampoco habían entendido nada.