A uno le dan ganas de apagar e irse; al otro barrio, al otro mundo o adonde sea. Pero, lejos, muy lejos de aquí, donde no le rocen los sentimientos. En otro lugar (que no sea el otro barrio ni el otro mundo), las miserias y las facturas también dolerán aunque lo harán de otra manera, más resignada, más asumida por eso de estar en tierra extraña y tener -por imperativo no sé qué- que acatar las normas allí establecidas y tomar donde las dan y a callar que es bueno.
Ahora, porque estamos como estamos. Mañana será por otra cosa. Vivir en España es llorar. Ha sido así siempre, siglo tras siglo. Podremos achacar nuestros males, como de costumbre, a causas externas perversas conjuradas contra nosotros. Así nos sentimos mejor, culpando a los demás nos aliviamos del peso del remordimiento y nos consideramos víctimas de la injusticia, de la infamia y de la perfidia de los otros. Cualquier excusa antes que reconocer que, en gran medida, somos nosotros propios los responsables de nuestros problemas por pasividad. Los españoles nunca hemos sobresalido por otra cosa que no sea la picaresca y la corrupción. Nunca esta desalmada patria ha dado un estadista de altura y el único prestigio que aún pudiéramos conservar se lo debemos a un puñado (exiguo) de intelectuales y científicos. Siempre gobernados por jerarquías mediocres y corruptas, dignas descendientes de Nepote y Gestas, alardeamos de haber expulsado a los invasores en desigual liza en pos de nuestra sacrosanta libertad, pero asumimos con dócil complacencia y conformismo que esa misma libertad sea cercenada por los caciques internos.
Nuestro enemigo no está afuera, agazapado, acechante. Nuestro enemigo está dentro, enquistado como una larga tenia que nos consume lentamente sin que intentemos siquiera extirparla. Nos quejamos del ladrón que entra a robarnos y nos esquilma la casa y no del portero que le franqueó la puerta con una amable sonrisa y una palmadita en la espalda y a quien, además, mantenemos en su puesto dándole -en reconocimiento a su labor- una jugosa propina.
La estructura de este país está podrida y no se repara con un calafate que unte las grietas con pegotes de viscosa brea. Apuntalar el edificio no es resolver su ruina: sólo es posponer temporalmente su derrumbe. De poco nos sirve cambiar los retratos de lugar en el salón cuando lo que hay que cambiar es de salón y de retratos.
Nos dejamos embaucar con una facilidad pasmosa. Nos gusta sentir en la cerviz el peso riguroso del yugo y vivir castrados, conformes con una porción de paja seca que rumiar. No nos importa recibir trallazos siempre que sean de nuestro "amo".
Somos un pueblo ignorante, sin otro criterio que aquel que alojan en nosotros los cuatro pelanas de turno desde sus púlpitos y tribunas, desde sus obscenas emisoras y rotativas, desde sus ruines y falaces atriles, desde sus siglas.
Y así nos luce el pelo. Nosotros, sufriendo en la cucaña pero felices de ver cómo los sinvergüenzas de rigor se ríen y divierten, desde sus balcones, de nuestros esfuerzos inútiles por un premio miserable.
Aquí, ya se sabe: sarna con gusto...