Repaso las notas escolares de mis hijos y reavivo en mi su inquietud de ellos, la severa incertidumbre que a todos nos embargó cuando sufrimos en el colegio, en el instituto, en la facultad esa misma sensación mezcla de nervioso desamparo y de esperanza trazada con los dedos cruzados.
Las reviso con toda la serenidad que soy capaz de acopiar y, a pesar de sus incómodos y para mi nimios altibajos, con la conformidad de sus resultados. Son buenas calificaciones y eso hace que me sienta orgulloso. ¡Pues, claro! ¿Cómo no había de estarlo un padre que ve cómo progresan adecuadamente sus vástagos en la dirección correcta, en la sumisión estructural de la sociedad y en su vértigo? A fin de cuentas, eso es lo que queremos todos: buenas notas y un título al final de la larga travesía por un desierto tan árido como arriesgado.
Sin embargo, siempre queda un resquicio por el que se cuela la preocupación. Es ese guarismo más bajo que los demás anotado en aquella asignatura que parece atragantada en la pequeña gola del chaval y que rompe la armonía del conjunto. Es un número ofensivo, infame, discrepante, que enciende la luz de alarma. Sobre todo si algún día llega acompañado de la correspondiente nota de "necesita clases de apoyo". Y ahí es donde me planto. En ese punto es donde reflexiono acuciado por una intuición amorfa pero certera. Llega la "observación" y la palabra sugerida por ésta es "fracaso": el alumno no va bien en esta materia, luego fracasará. Se activarán los resortes paliativos para evitar el naufragio académico. El discente necesita mejorar, aprender esa disciplina, así que contrataremos unas "clases particulares", una educación externa para que suba la nota de la educación interna y no zozobre; para que un profesor extraoficial eleve el nivel que califica su profesor oficial. Pero, ¿quién fracasa? ¿De verdad es equilibrado y justo el sistema de calificaciones?
Bajo esa perspectiva voy dando forma a la intuición acicatadora. La educación es obligatoria: es una imposición inevitable. El currículo educativo viene determinado por unos señores que dictan qué conocimientos y a qué altura deben impartirse y qué nivel mínimo es aceptable para que el interesado obtenga el reconocimiento certificado de haberlos adquirido. Así, pues, insisto, ¿quién fracasa?
Si el alumno precisa de clases extraescolares para llegar a la cota establecida, ¿quién fracasa?
Yo lo digo: el sistema y sus valedores y sus herramientas humanas.
Si el sistema impone un rasero concreto y determinado, el sistema (y cada herramienta humana) está obligado, comprometido, a que todos y cada uno de sus usuarios sometidos alcancen ese ras. Ningún chaval debería verse obligado a acudir a clases de apoyo externas a su vida colegial. Es exigible que ahí donde un alumno fracasa o está a pique de hacerlo, su profesor (que es quien con más frecuencia fracasa aunque no lo reconozcamos) tiene el deber de modificar su "librillo" y enseñarle en vez de sacudirse las manos y justificar que es el chaval al que "no le entra". Si el sistema impone un nivel, el sistema está obligado desde el sistema a hacer que todos lleguen a ese nivel.
¿Qué sentido tiene exigir a un alumno un nivel que luego deberá conseguir fuera del entorno que se lo exige? No. Si el sistema determina el qué y el dónde, el sistema tiene que velar, asegurarse, de que del dónde se salga con el qué.