econozco que durante un tiempo abracé con esperanzada ilusión la pacífica y abigarrada insurrección del 15 de Mayo. No he cedido un ápice en mi posición; sin embargo, el anhelo de que la rebeldía se consolidara y promoviera un cambio real y radical en todos los estamentos sociales se ha ido diluyendo. No es una sensación de derrota, sino de melancólica decepción.
Los tentáculos del poder son tenaces y, como los de toda organización privilegiada, restallarán furibundos antes que ceder sin liza un milímetro de su territorio.
La indolencia social, el conformismo y la ignorancia han facultado que ahora nos veamos, todos, comprimidos en un callejón sin salida. Soy consciente de que mucha gente respalda el levantamiento aunque no haya participado activamente en él. Pero, mucha más es la gente que se queja de su situación, blasfema contra sus dioses y su destino y se lamenta del mundo zafándose, luego, cuando llega la hora de la verdad. Su única voluntad reside en "evitar líos" y otras excusas del mismo jaez.
El poder (en todas sus vertientes), pues, no tiene enfrente a un enemigo capaz de oponerle una resistencia lo suficientemente fuerte como para, siquiera, hacer tambalearse sus abominables cimientos.
Ni toda la razón ni todos los apoyos externos han servido para movilizar a toda esa ciudadanía apática cuyo estatismo ha hecho que los poderosos salgan reforzados y dando tainas. No hay más que oír cómo el discurso político se acentúa en su estatus intocable y del resto (banqueros, jueces, multinacionales) mejor no hablar... Ninguno de estos grupos se ha dado por aludido. Todos han derivado interpretaciones a conveniencia solapando la clara personalización que se ha hecho contra ellos: el problema no es el sistema, sino la mutación que ellos han provocado en el sistema y a la que se aferran como lapas. Ellos -los cuatro poderes (económico, legislativo, ejecutivo y judicial)- han roto el equilibrio al aliarse impúdicamente y dándose a una escandalosa y complaciente sodomía de favoritismos y conchabeos inmorales. Han conseguido mantener su supremacía y permitirse, además, el lujo de contraatacar con desmesurada saña. Los políticos acometen, eso sí, pequeños cambios, más de pensamiento que de obra y siempre a su favor, para disimular, para despistar mientras se afianzan en sus peanas: que todo cambie para que todo permanezca igual. Los mismos a los que se reprobó son ahora los salvadores de la situación y del sistema, son sus garantes denodados. Le han dado la vuelta a la tortilla con promesas antiguas que nunca se hicieron realidad y que periódicamente vuelven a una desvaída vigencia.
Algo me queda claro: con esta "su legalidad" es imposible cambiar nada porque está manipulada. No hay cambios verdaderos.
Ha habido un castigo, sí. Un castigo mínimo, casi imperceptible e irrelevante para el interés nacional. Un castigo fácilmente revocable salvo que empiece a entrar en las conciencias algo tan elemental como que el gobierno del pueblo ha de ser eso, del pueblo y que éste tiene que dotarse de mecanismos defensivos contra los sinvergüenzas que han hecho fortuna y buena vida con la miseria de los demás. Un castigo fácilmente soslayable salvo que en las próximas elecciones el grito soberano sea potente, estremecedor y disuasorio. Aún queda esa oportunidad. Pasado ese momento, todo habrá sido de balde.
Es lamentable; pero, es así. Seguiremos "llorando como mujeres lo que no supimos defender como hombres". Para los políticos (y demás ralea), indignados; por los propios paisanos, despreciados... Si a cada cerdo le llega de verdad su sanmartín, en este país debería haber una auténtica masacre de marranos.