24/08/2009

PUBLICIDAD


Lo peor de la Publicidad no es que sea engañosa. Lo peor, con diferencia, es que sea estúpida (si es que se me permite el atributo). Llevo centurias dándole vueltas al magín e intentando comprender cómo alguien puede pagar, y muy bien, a un imbécil para que le haga un anuncio imbécil de un producto imbécil y que lo compren los imbéciles. Ejemplos para ilustrar, a tupa.
Los sesudos publicistas, arropados en algo parecido a "lo importante es que el producto cale", son capaces de las mayores atrocidades y quedar impunes sin el más leve asomo de vergüenza ni remordimiento.
Tomemos un "spot": el de NICORETTE, esos chicles -o lo que sean- para dejar de fumar. La "puesta en escena", la narración en sí ya es asaz deprimente: que si una cajetilla (me gusta más que "paquete") pegada a la palma de la mano que no cae, que si una ventolera... En fin, patético. Pero, el mensaje, lo que rumiamos en las mientes, si que no tiene por dónde cogerlo: "con Nicorette y tu fuerza de voluntad..."
¡Y mi fuerza de voluntad! Hay que ser gilipollas. Si tuviera "fuerza de voluntad" para dejar de fumar, evidentemente, no necesitaría los putos chicles -o lo que sean-. Y si además, a este lamentable conjunto elaborado por algún "genio" del "marquetín" (del inglés MARKETING, admitido en castellano como MERCADOTECNIA, o mercado a secas) le añadimos que la lectura del prospecto ya da ganas de pegarte un tiro antes que meterte al cuerpo una cosa de esas, pues cerramos el círculo o formulamos su cuadratura.
Anuncios como este, a porrillo. Yo, si tuviera poder para ello o cierta influencia, propondría que penalizaran a estos cretinos, que los desterraran o que les impusieran una razonable condena: aprender publicidad de los argentinos. Claro que puestos a eso, habría que hacer algo similar con periodistas que lo único que saben de español es el abecedario, docentes cuya deficiente preparación es el alimento espiritual de nuestros infantes, políticos...


23/08/2009

Epur, si muove





Seamos serios: algo está cambiando en Vasconia. El tálamo nupcial entre los dos más rancios enemigos políticos ha conseguido gestar un cambio real, lento, pero real, en ese conflictivo y peligroso territorio. Lo vemos cada día en los telediarios y nos sorprende, por ejemplo, cómo la "ertzaintza" arremete sin contemplaciones, sin complejos, contra aquellos que alientan la muerte incluso de los suyos, de los "ertzainas".
Es un cambio plausible. De él deben estar orgullosos todos los que han osado enfrentarse, antes y ahora, a los caciques bélicos que dominaban el paisaje y lo acoquinaban con sus aplomadas razones.
Eso es así; pero, de ahí a que las Vascongadas sean un oasis...

La débil peana que sustenta el acuerdo político que les permite gobernar no da para tamaña afirmación. La concordia puede romperse en cualquier momento por la causa más tonta de las dables y devolver el poder a esos seres esperpénticos que, mal que les pese, son el reflejo paradigmático de la esencia española por excelencia. Tal es su contradicción.
López, supongo, habla más por mor del deseo que quiere expresar que como análisis de la realidad. Y en sí mismo eso es bueno.
Sin embargo, no hay que lanzar las campanas al vuelo. La precaución -que no está reñida con el aplomo-, la prudencia más observada, exigen un recordatorio permanente de cuál es la situación a pesar del avance.

P.S.O.E. y P.P. han solapado voluntariamente (y con buen criterio que debería extenderse) las divergencias que les mantienen en polos opuestos con el fin, buen fin, de conciliar posturas y atacar los verdaderos problemas de aquella sociedad buscando soluciones no partidistas. Pero, la intención, siendo óptima, no carece de zancadillas y de irredentos odios procedentes del otro mundo.
Si cabe, E.T.A. enconará su empeño mortífero y tratará de ampliarlo hasta límites insospechados porque ni ellos, ni los otros nacionalistas, renuncian a recuperar su violenta hegemonía. Que no piense el Presidente del gobierno vasco que ya está todo hecho con una simple firma, con un acuerdo, y que la naturaleza creará los cauces adecuados para desalojar las aguas turbulentas. El empecinamiento de estos idiotas terroristas, fracasados de la vida, no cejará. Tampoco el del nacionalismo "moderado". Si el señor López no lo tiene claro, lo mejor es que se cuelgue en una pared del despacho un recordatorio perenne:

zalantzaren bat argitzeko edo iradokizunaren bat egiteko: Otegi, Arnaldo. Urkullu, Íñigo. ...

22/08/2009

Y, ¿si remedio no alcanza?

Dicen que nadie sabe realmente lo que tiene hasta que lo pierde. Yo creo que nadie sabe lo que tiene hasta que no hace una mudanza. Sólo quienes han hecho una o están de lleno en el lance son conscientes de la cantidad ingente de cachivaches, de todos los caletres, que es capaz de contener una casa, un hogar. Y si se tienen pululando por ahí niños, más. No son sólo esos bártulos apilados en infeliz adocenamiento en un armario, en un trastero o en empolvadas cajas que duermen bajo las camas buscando un espacio imposible y una paz ficticia y molesta. Es el montón impertinente de cacharros que se escondieron imperturbables en rincones inaccesibles o bajo muebles amigos de una poderosa gravedad.
Ni Dios con sus duras pruebas ni el Demonio con sus tentaciones consiguieron socavar la paciencia proverbial de Job. Pero, porque a ninguno de los dos se le ocurrió probarle con una mudanza.
Cuando, providencialmente, se cuenta con la inestimable ayuda de algún amigo que no hace ni el huevo pero que, en su empeño altruísta anima y acompaña en las cervezas, todo es más llevadero. Si la muda hay que hacerla en solitario, la metáfora más aproximada sería la de un ciclista subiendo un colosal puerto de montaña echando el bofe, con la lengua fuera y el alma hecha añicos por el esfuerzo.

Hay gente -porque hay gente para todo- a la que le gustan las mudanzas por lo que tienen de ritual, de ceremonia de cambio, de ilusión, de esperanza. A esa gente no le importa el número de cajas a llenar y lo hacen como si estuvieran en un concurso de la tele en pos de un suculento premio. Esa gente no se para a pensar no ya en que después de encajar hay que desembalar, buscar nuevos asientos y romperse los sesos buscando el milagro de huecos útiles, sino en todo el intermedio afanoso y desesperante que conlleva el change.
Yo lo pienso y ganas me entran de dejar mis bienes vacantes, relictos a la espera de mejor dueño que los aprecie en lo que de verdad valen y cuestan.
Pero, el sentido de la propiedad está muy enraizado en el hombre y resulta difícil desprenderse de cualquiera cosa que nos pertenezca; da lo mismo que sea un calendario del 36, un enjambre de cromos desvaídos y esclavizados por la humedad o aquella postalita cursi que nos dio el primer amor y en la que escribió la cita más celebrada del genio hindú: no llores por no ver el sol...

El caso es que sin darnos cuenta nos convertimos en grotescos caracoles, nos echamos la casa a cuestas y sonreímos estúpidamente a los vecinos mientras respondemos a la evidencia: ¡sí, sí: ya nos vamos!


21/08/2009

EL DOLOR

Con frecuencia el ser humano compara todo menos el dolor. A pesar de la miseria que nos circunda, de ver a diario seres en situaciones y condiciones más precarias que las nuestras, la magnitud del dolor propio, su intensidad angustiosa y devastadora, siempre es mayor. Es lógico: el dolor de los demás nos conmueve; pero, por amargo que resulte, no lo sufrimos.
Si lo comparásemos, es posible que cayéramos en la horra tentación de paliar nuestro sufrimiento a través del olvido o de la resignación. Si lo comparásemos, es posible que incurriéramos en el absurdo afán de minimizar nuestro padecer sepultándolo con gruesas paladas de conmiseración. Y tal vez resultara; aunque sólo momentáneamente.
Si alguna cualidad específica, si alguna característica o propiedad distintiva tiene el dolor humano es que conlleva dolores adjuntos que nos infligimos por el sólo hecho de tener o padecer un dolor.
Hablo de los dolores físicos -somáticos- y de los anímicos porque tanto montan como montan tanto. Los unos tienen su reflejo y repercusión en los otros y cada uno de ellos tiene afluentes que derivan de él y que en él desembocan siniestros y demoledores.
Para estos tormentos, los de verdad, no hay consuelo, no hay placebo engañador ni píldora sacrosanta y analgésica que los aplaque. No tienen posibilidad de inyectar un antídoto eficaz que los resuelva.
Sin embargo, ni siquiera lo peor del dolor es el dolor en sí mismo. Su mayor crueldad radica en su prolongación temporal, en su permanencia cotidiana que nos obliga a padecerlo día a día, hora a hora, conscientes de que un único segundo de vida puede contener todo el apabullante dolor del mundo.
Es entonces cuando observamos, el alma hecha jirones, cómo envejecemos prematuramente, y cómo vamos muriendo dejando nuestro vigor en los esfuerzos inútiles por sobrevivir, por mantenernos aferrados a una triste tabla que se deshace inexorablemente.
Hay, bien es verdad, quien gracias a un audaz esfuerzo titánico, consigue sobreponerse al martirio y encallecer su corazón, impermeabilizarlo, inmunizarlo frente a otros dolores previsibles y futuros; no es menos verdad que para conseguirlo, por lo común, el tributo pagado es alto y, a veces, irrevocable o irreversible y que la muesca que deja el dolor extirpado se convierte en un agujero negro lleno de insensibilidad.
Sin duda debe ser una compensación natural igual que la vida, dicen, recompensa las buenas acciones y castiga las malas.
Pero, sigue sin ser un alivio el entrar en una espiral de desconfianza, de decepción del género humano; el arrastrar de por vida el ceño fruncido y el gesto severo que impiden disfrutar de las pocas cosas buenas que somos capaces de apreciar o de obtener. El dolor, duele y la coraza pesa. Es harto difícil soportar la dolencia y sonreír como si nada ocurriera; es difícil volver a vivir cuando has muerto en vida. Lo sé. No obstante, si tengo que elegir, opto por la coraza y que los demás choquen contra ella.
El Demiurgo que nos manufacturó no corrigió los defectos de su vulnerable producto: habría que haberle dado un par de consejos prácticos. No se puede ir por la vida con el alma rota.




14/08/2009

En mantillas y... en bragas.


Aquí mi prima, la miembra más descollante del Gobierno, no ha perdido lengua al afirmar -según un titular de ABC- que "la nueva ley estrella está muy incipiente".
Ya estamos acostumbrados a los alardes lingüísticos de nuestros políticos, así que no nos sorprende que vindique el estrellato para dicha ley como no debe hacerlo el que para ella, para la señora Vicepresidente/a, en su espléndido español, "esté muy incipiente" o, lo que es lo mismo, "esté muy que empieza".
El Español da para mucho, bien es verdad; pero, no se puede estirar tanto.
Lo que trasluce tan magnífica composición gramatical es, simple y llanamente, una ignorancia supina, mayúscula. En su recipiente mental, la Vicepresidente/a, habrá considerado que uno de los atributos de su poder omnímodo es el crear una nueva lengua partiendo de la vernácula. Habrá considerado, sin duda, que añadiendo un excipiente adverbial y superlativo, redundaba la idea maravillosa de una cualidad. Pero, se ha pasado dos fronteras, la de Argamasilla y la de Portugal, porque lo que ha expuesto con nitidez abrumadora es su ignorancia pedantesca y la nula preocupación por dar esplendor, como "carga pública", a nuestro idioma. Hubiera sido mucho más sencillo afirmar que la nueva ley, estrellada o no, "estaba, aún, en mantillas". Pero, estos políticos tan cultos son así.

13/08/2009

Dos polos tiene la Tierra.

Renuncia, con todo el dolor de tu alma, a lo que más quieres y te llamarán cobarde. Lucha por ello y te llamarán egoísta.

El doble juego de Estela Comb.

Ahora, de repente, le vinieron a la cabeza -como una bandada de pájaros insolentes envueltos en un griterío ensordecedor-, todas las caras del pasado.
Una a una pasaron delante de ella dejando su punzada mordaz, clavándole la mueca irónica que las desfiguraba en aquel lugar profundo e impreciso de donde procedían las lágrimas.
Había pasado casi toda la mañana llorando. Le dolían los ojos enrojecidos y extenuados y el pecho asmático le jadeaba anhelante de aire.
"La vida -le dijo aquella voz serena desde el otro lado del teléfono- termina siendo justa. No me consuela -le explicó la voz sin énfasis rencoroso-; pero, recoges lo que sembraste: ¿recuerdas la parábola?"
Claro que la recordaba. Durante los días largos que precedieron su decisión esperó, temerosa, aquel desenlace. Durante días temió tomar la decisión errónea y que sucediera lo que no deseaba y que intuía que sucedería.
Y, ahora, la confusión, el remordimiento, el dolor, el vacío contumaz.
Estela Comb buscó una vez más el número en la agenda de su teléfono portátil. Lo seleccionó. Dudaba. El pulgar le temblaba presa de un calambre infinito. "No. No quiero consultar, le diría a la melosa pitonisa: quiero decirte que me aconsejaste mal, que me engañaste y que ahora..."
Estela Comb cortó el pensamiento, la frase incipiente que empezaba a consolidarse.
No tenía derecho al reproche. Era el engañador engañado. Se dejó arrastrar por la superstición ajustando la interpretación de cuanto le decían a su intención. Oyó lo que quería oír, nada más, y se equivocó. Eso era todo.
La mañana se resolvía lenta bajo el cielo raso. Le escocía en los ojos la dura luz de un sol entero, prepotente. Apenas podía sostenerse en pie y en un impulso de desesperación se declaró rota, definitivamente hundida.
Su memoria prodigiosa repasó, con precisión estremecedora, el resto de la conversación.
Se enjugó las lágrimas de nuevo. "No, Estela, ya no. Persististe en tu..." "Lo siento; pero, ya, se acabó: a pesar de todo te ayudé y aun así..." El aplomo de la voz la estremeció.
Estela Comb acababa de comprender. De repente, el deplorable resorte de la certeza se disparaba para revelarla toda la magnitud de su naufragio: ella hundió el barco y ella, sólo ella, Estela Comb, había apuñalado a quien la recogía del proceloso oleaje.
Quizás aún tuviera una última oportunidad, el arrepentimiento postrero que salva del descenso a los infiernos.
Intentó sosegarse, recobrar el maltrecho aliento.
Un pitido largo, dos... Durante treinta segundos los tonos horros se sucedieron. Nada. Repitió. Tal vez estuviera... Volvió a marcar. No importaba. En cuanto viera en la pantalla su nombre descolgaría. Tiiiii... Soy yo. Tiiiii... Ya, ya lo veo; dime. Tiiiii... Bueno, yo... No, escucha: déjame hablar, por favor... Yo... Tiiiii... Tiiiii...
Un escalofrío le sacudió la espalda dejando su trallazo demoledor. Estaría ocupado en algo importante. Seguro que en cuanto pudiera llamaba. Una oleada de angustia crispó aún más sus nervios desatados. No aguantaba más. Aquel dolor intenso en el alma; aquella presión en la garganta atenazada por los jipidos; aquella laxitud extendida a todo el cuerpo. Y la desesperación.
Tiiiii... Tiiiii... Tiiiii... La apuesta había salido mal. ¿Cómo no se dió cuenta antes? ¿Cómo pudo estar tan ciega?
Un calor recio, asfixiante, empezaba a copar el día. A tientas, con los ojos licuados, llegó al salón y se derrumbó sobre el abominable sillón anaranjado. Hundió la barbilla sobre el pecho un instante.
Intentó concentrarse intensamente en la frase final del mensaje de la pitonisa: "Y recuerda, Estela: cuando quieras conseguir algo basta con que lo desees con fuerza".
No iría a trabajar. Esperaría; toda la semana si era preciso. Tiiiii... Tiiiii... Tiiiii... Toda la vida si hacía falta; o lo que le quedara de ella... Tiiiii... Tiiiii... Tiiiii...

11/08/2009

La pájara... pinta

Hoy es uno de esos días en los que uno se iza sin pizca de ganas de nada, mucho menos de escribir. Da unas vueltas al redil con el remordimiento del sueño, bien pegado aún, en los párpados; se apronta un café cargado de buenas intenciones y tres de azúcar y, con el cigarrillo en la comisura para que las vedijas rebeldes no le amarguen los ojos, traza la bisectriz entre lo real y lo onírico.
Parcialmente tonificado, con el cerebro obcecado en su entumecimiento, descargando bostezos, se arriesga a leer lo que los periódicos afirman son noticias.
La primera ojeada es
decepcionante. En realidad no esperaba otra cosa.
Y no esperaba otra cosa no ya por la terrible y defectuosa redacción de una grande parte de los textos; tampoco por el insulso contenido informativo de un agosto, más bien bajo en calorías noticieras, pero agitado por los de siempre. Uno no esperaba otra cosa porque las noticias siguen manteniendo peculiares prismas de interpretación que, después, son los que calan en la población y los que crean opiniones impropias, bien pastoreadas. Casi se podrían hacer cabañuelas sobre los contenidos de la prensa para el próximo año.
Una de esas irrelevantes informaciones, por la pertinacia, es la que uno de los "impresos" se empeña en mantener. Pese a los atentados de E.T.A. ( o su gran atentado fraccionado, por entregas), la familia Real -con mayúsculas para
distinguirla del resto de familias subalternas, tan reales como aquélla- no cede un ápice en variar su "agenda vacacional". Que no se dejan intimidar por los váscalos, vamos. Es admirable, desde luego, tanto derroche de valor y de solidaridad con el pueblo doliente.
¿Qué conclusión saca la gente de ésta lectura? Pues que tenemos (por imperativo legal) una familia "Real" que no nos merecemos:
campechamos, audaces, muy próximos e identificados con la llaneza popular. Muy pocos se plantean los dónde, quiénes y cómo veranean: el qué y el cuándo no importan a nuestro asunto. Muy pocos se interesan por el estupefaciente gorroneo monárquico o por el trasfondo de tanto valor.
No voy a enjuiciar la valentía de Juan Carlos
Borbón, creo que no es un tipo cobarde; pero, sí pongo en la tela la del resto de sus adláteres. Estoy convencido de que tanta "seguridad" procede de la "seguridad". De que si no tuvieran a su disposición a dieciocho mil escoltas y a todos los pies planos y picoletos de la zona y más, la merma de valor sería considerable. Así, cualquier agendita de asueto estival es sobrellevable.
La diferencia se establece en aquellos que sin tener protección siguen haciendo su vida normal; en quienes sin tener que demostrar nada ante nadie apartan de la consciencia el tremendo rumor de la incertidumbre, de la posibilidad de que en cualquier instante en el bar, en el mercado, en el aparcamiento, en el cine, se les puede cruzar una bomba "
made in Euzkadi". Eso sí es tener los bemoles bien afinados.

09/08/2009

La misérrima condición humana.

El hombre nace, crece, se da al fornicio y a la cópula (si los dioses le son favorables), intenta reproducirse cuando puede, sufre y, por lo común, muere.
Entre tanto, su vida discurre por vericuetos de una estremecedora simplicidad: decepciones, amarguras, angustias, esperanzas, esforzadas deyecciones, dolores de muelas, unas cañas con los amigos... En fin, esas cosas -en el mejor de los casos-.
De ahí, probablemente, de esa certeza cruel de que no irá a ninguna parte más allá del cipo impuesto por su lápida, la sólida necesidad de ambicionar. Y, en esa necesidad, artificial, impostada, el atropellar sin conmiseración alguna todo lo que se le ponga por delante y obstaculice su obsesión.
En el ímpetu no hay remordimiento; no importa a quién se deje en la cuneta ni en qué condiciones. El egoísmo vence; la prioridad es individualista, rácana.
El ser que encauza mal su ambición carece de escrúpulos. Fingirá, sufrirá hasta lo indecible, soportará lo más desagradable con tal de obtener su provecho.
Pero, el mar que navega es proceloso y lleno de olas tramposas. Esos nautas, que nunca tienen suficiente, acaban exhaustos sus días sobrecargados de achaques, con sus retratos supurantes y bubosos reflejando sus almas negras y pegajosas. Sus triunfos y consecuciones son efímeros y el tributo que pagan por su conducta veleidosa y frívola suele ser demasiado alto incluso para ellos.
La soledad, el ostracismo más severo, el desprecio absoluto se encarna en ellos para ahogarles lentamente. La locura acecha sus relejes grises deshechos por una sífilis intratable.
No sirven los arrepentimientos postreros; no valen los ruegos desesperados. Caen en su abismo y ninguna soga, salvo la que se ciñe a sus cuellos, alcanza a parar su descenso.
Quien más quien menos podría ilustrar con un ejemplo pintiparado, de primera mano, lo que escribo. Todos conocemos a alguien en ese trance y, las cosas claras, ninguno moveremos un dedo auxiliador que les sustraiga del rudo lance que ellos mismos provocaron con su desmesura.
La vida, en el fondo, suele ser justa y premia y castiga regular y ecuánimemente; lanza avisos de fácil interpretación
a navegantes. Allá cada uno si hace caso omiso de los torbellinos anunciados; cuando estén en medio del huracán, ya no habrá remedio ni solución. Mis condolencias a todos cuantos verán cómo sus mundos se desmoronan con el estruendo y el horror de unas murallas abatidas por los toques terribles de las trompetas seráficas y apocalípticas.
Dicen que a quien tiene cama y duerme en el suelo...

Triste elogio de la mentira


Siempre he sostenido -quizás erróneamente- que para ser un buen mentiroso se precisan dos elementos complementarios e importantes: ser muy inteligente y tener una grande imaginación.
O sea, ser "brillante".
Inteligente para trazar bien la mentira, controlarla, no dejar cabos sueltos. Imaginativo para crear una verdad consistente e irrefutable.
Sin estas dos cosas nadie puede desenvolverse bien en una mentira. Cae en la zafiedad y en la contradicción: cae en la trampa de su propia trama defectuosa. Al mentiroso se le puede o no consentir que lo sea; permitir su mentira en función de la importancia dañina de ésta; pero, lo peor que le puede pasar es ser descubierto y no revelarlo. Entonces seguirá mintiendo con su aplomo habitual sin percatarse de que al otro lado se finge la credulidad en su palabra. Seguirá acopiando mentiras sin caer en la cuenta de que en el polo opuesto se está recabando una información preciosa que en el momento crítico dará al traste con todo su tinglado manipulador y falsario. En esa confianza ciega por su impunidad está su talón de Aquiles, su expugnabilidad, el punto débil que apenas rozado le hará tambalearse y caer definitivamente.
El buen mentiroso necesita inteligencia e imaginación para, usando ambas en una asociación irrebatible, rodear la verdad sin mentir, para eludir decir la verdad sin caer en argumentos falaces. De esta forma, ante sus equivocaciones previsibles, siempre podrá improvisar o excusar por medio de alguna alegación más o menos razonable. Y éso es lo que le diferencia del mentiroso burdo y vulgar. El mentiroso grosero, además de irrespetuoso con la inteligencia y la dignidad de los otros, además del oprobio que practica con la condescendencia de los demás, miente precipitadamente o desvelando su propia ignorancia picando en cebos demasiado evidentes. Es ese tipo al que se le ha visto dando tumbos a las tres de la madrugada y alguien le pregunta "¿Anoche lo pasaste bien?" Y él, pobre, responde: "Sí, durmiendo porque me acosté a las nueve". Esa falta elemental de ingenio es lo que diferencia a ambos tipos de mentiroso. A este último, sin embargo, es al que se le ve crecer la nariz ostensiblemente y, por ende, es contra el que se puede ir preparando una paciente, lenta y segura venganza o lección o...
Así que, cada cual prepare sus cimbeles y que Dios reparta suerte porque inteligencia le quedaba poca en el almacén y, además, la distribuyó bastante mal.
No tengo más qué añadir.