09/07/2009

La edad y la nostalgia

De repente uno siente la necesidad de recordar los nombres que compartieron su infancia y su adolescencia. Nombres que creyó "amigos" y que el tiempo y la distancia -el olvido- han revelado como meros acontecimientos comunes. Surgen rostros antiguos y la imaginación trata de aventurar cómo serán ahora. ¿De aquellos afectos exaltados que queda? Ahora uno piensa que nunca fueron, que existieron porque la percepción del momento obligaba a sentirse arropado por una pequeña farsa sin más sentido que el de sentirse parte de un algo incomprensible. Entonces, uno, se percata del paso inexorable del tiempo y de que la vida es un enorme e intenso vacío que tratamos de llenar de la mejor manera posible para sentirnos vivos. Se hace balance procurando, para evitar la frustración, que sea positivo aunque en el fuero interno, palpitando brutalmente, cabalga la terrible intuición de que nada ha sido como queríamos, de que hemos pasado por aquí sin pena y sin gloria.
Ese debe ser uno de los síntomas, quizás el primero y más devastador, de que nos hacemos mayores, viejos, y de que lamentarse ya no tiene sentido porque la edad nos ha vencido irremediablemente.
Luego viene el buscar fotos, el evocar anécdotas. Se miran con intensa curiosidad mientras se desea que todo sea irreal, un sueño; se rememoran con el anhelo de que no hayan pasado para que vuelvan, mañana, a pasar y recuperar así un tiempo desvanecido.
Lo he hecho esta mañana y he comprendido que todo es absurdo y que el hombre, en la medida de sus posibilidades, se limita a intentar no pensar en ello, en la nada, en el vacío que merodea y al que estamos destinados: acabo de hacerme viejo.