Uno de los pocos cuentos infantiles que recuerdo, medianamente bien, es éste: el de "El traje nuevo del emperador". Y lo recuerdo no por una cuestión de alarde memorístico, sino porque es difícil olvidar la imagen de un soberano desnudo recorriendo las calles, humillado ante su pueblo por su propia vanidad. Fue un niño quien puso el grito en el cielo -como lo podría haber hecho un borracho o, tal vez, un juez-, el que descubrió el pastel con su inocente sinceridad: "Pero, ¡si está desnudo!" Entonces, el pueblo que estuvo hasta ese momento en su adujado silencio adocenado prorrumpe a gritar lo evidente; o la parte de la evidencia que más le interesaba gritar, la parte que le permitía el desahogo y la mezquina venganza.
Me ayuda a recordarlo con esa cierta precisión el que la edición estuviera ilustrada con unos espléndidos dibujos. En el momento crítico se veía a un rey gordinflón, opulento y arrogante, amparado bajo una sombrilla que portaba uno de sus lacayos, avanzando ventripotente, barbilla alta, chulesca, entre dos flancos abarrotados de súbditos miserables. De uno de ellos sobresalía el niño, brazo en ristre, dedo índice dispuesto a dispararse.
La moraleja del cuentecillo, lógicamente, se centra en la banal soberbia del monarca y en él se ceba para procurar un paradigma eficiente.
Y está bien. Y así debe ser. O debería ser porque, en la actualidad, tal mentalidad sería discutida hasta la extenuación; más si tenemos en cuenta que vivimos en la sociedad de la imagen, en todos los niveles. Proclamar austeridad, humildad, sencillez es inútil porque cada quisque "tiene derecho a optar por lo que más le guste" sin que nadie le juzgue ni le critique por eso.
No obstante, admitamos que es una lección merecida la que recibe el emperador (ojalá todos los reyezuelos y demás coronillas recibieran lo suyo después de tanto expolio secular); admitamos que es justo que alguien como él vea cómo le llega su sanmartín y cómo el ofendido pueblo se saca su espina: se ha hecho justicia.
El cuento, me parece, termina ahí o por ahí. Pero, yo estoy convencido de que sigue y que el autor, por no imagino qué razón, omite el verdadero final, el desenlace definitivo.
Doy por sentado que el rey volvió (avergonzado, sí; pero volvió) a su palacio. No es una conjetura descabellada ni una hipótesis obtusa: el rey, por lógica elemental, hubo de volver.
Doy también por sentado que en su cabeza llevaría una idea pertinaz. Capturar a los estafadores (porque delincuentes eran) y hacer caer sobre ellos el imperio de la ley, de su ley, se habría convertido desde el dedo apuñalador del infante en el objetivo primordial e inmediato de su existencia contrariada.
La comidilla popular, la filatería de comadres y alcahuetas, los rumores de vecindad, tenderían a extender la especie del merecido castigo recibido por su vanidad y, a la par, a exonerar a los pillos que fraguaron el engaño, desvaneciendo en sus fueros una parte fundamental del análisis y la justa visión de los acontecimientos: el rey, independientemente de la legitimidad de su poder, estaba en su derecho de mandarse hacer el traje que le saliera de los compañoñes; mientras que los zánganos canallas son -por muy amigos del Dioni que fueran- delicuentes indiscutibles. Por ello son quienes merecen un castigo ejemplar: por el engaño, por el fraude.
El autor, por lo que sea, omite esta parte. Quizás alentado sólo por la noble intención robinjudesca de hacer justicia y devolver al pueblo sometido parte, siquiera en dignidad, de lo que le han robado los poderosos desde hace centurias, casi milenios sin el casi.
Desde esta perspectiva las cosas cobran un matiz diferente y dan un giro que, probablemente, muy pocos se han planteado. En fin, que el rey es un cenutrio de tomo y lomo está claro; pero que quienes se han aprovechado con mentiras y trampas son los sastres, también. Y quienes deberían ser perseguidos por el Consejo de Jueces del Reino -o lo que judicialmente rija allí-, del reino de ese monarca (bueno, es emperador: que no es lo mismo), son los jetas que le sacan los cuartos por nada.
Cada súbdito seguirá aportando, con mayor o menor tino, su opinión en el asunto del traje que conmovió un imperio; pero, argumento arriba, argumento abajo, lo que es, es... Por definición.
Me ayuda a recordarlo con esa cierta precisión el que la edición estuviera ilustrada con unos espléndidos dibujos. En el momento crítico se veía a un rey gordinflón, opulento y arrogante, amparado bajo una sombrilla que portaba uno de sus lacayos, avanzando ventripotente, barbilla alta, chulesca, entre dos flancos abarrotados de súbditos miserables. De uno de ellos sobresalía el niño, brazo en ristre, dedo índice dispuesto a dispararse.
La moraleja del cuentecillo, lógicamente, se centra en la banal soberbia del monarca y en él se ceba para procurar un paradigma eficiente.
Y está bien. Y así debe ser. O debería ser porque, en la actualidad, tal mentalidad sería discutida hasta la extenuación; más si tenemos en cuenta que vivimos en la sociedad de la imagen, en todos los niveles. Proclamar austeridad, humildad, sencillez es inútil porque cada quisque "tiene derecho a optar por lo que más le guste" sin que nadie le juzgue ni le critique por eso.
No obstante, admitamos que es una lección merecida la que recibe el emperador (ojalá todos los reyezuelos y demás coronillas recibieran lo suyo después de tanto expolio secular); admitamos que es justo que alguien como él vea cómo le llega su sanmartín y cómo el ofendido pueblo se saca su espina: se ha hecho justicia.
El cuento, me parece, termina ahí o por ahí. Pero, yo estoy convencido de que sigue y que el autor, por no imagino qué razón, omite el verdadero final, el desenlace definitivo.
Doy por sentado que el rey volvió (avergonzado, sí; pero volvió) a su palacio. No es una conjetura descabellada ni una hipótesis obtusa: el rey, por lógica elemental, hubo de volver.
Doy también por sentado que en su cabeza llevaría una idea pertinaz. Capturar a los estafadores (porque delincuentes eran) y hacer caer sobre ellos el imperio de la ley, de su ley, se habría convertido desde el dedo apuñalador del infante en el objetivo primordial e inmediato de su existencia contrariada.
La comidilla popular, la filatería de comadres y alcahuetas, los rumores de vecindad, tenderían a extender la especie del merecido castigo recibido por su vanidad y, a la par, a exonerar a los pillos que fraguaron el engaño, desvaneciendo en sus fueros una parte fundamental del análisis y la justa visión de los acontecimientos: el rey, independientemente de la legitimidad de su poder, estaba en su derecho de mandarse hacer el traje que le saliera de los compañoñes; mientras que los zánganos canallas son -por muy amigos del Dioni que fueran- delicuentes indiscutibles. Por ello son quienes merecen un castigo ejemplar: por el engaño, por el fraude.
El autor, por lo que sea, omite esta parte. Quizás alentado sólo por la noble intención robinjudesca de hacer justicia y devolver al pueblo sometido parte, siquiera en dignidad, de lo que le han robado los poderosos desde hace centurias, casi milenios sin el casi.
Desde esta perspectiva las cosas cobran un matiz diferente y dan un giro que, probablemente, muy pocos se han planteado. En fin, que el rey es un cenutrio de tomo y lomo está claro; pero que quienes se han aprovechado con mentiras y trampas son los sastres, también. Y quienes deberían ser perseguidos por el Consejo de Jueces del Reino -o lo que judicialmente rija allí-, del reino de ese monarca (bueno, es emperador: que no es lo mismo), son los jetas que le sacan los cuartos por nada.
Cada súbdito seguirá aportando, con mayor o menor tino, su opinión en el asunto del traje que conmovió un imperio; pero, argumento arriba, argumento abajo, lo que es, es... Por definición.