11/07/2009

Always Look on the Bright Side of Life...

... Turu turutu ru ru ru.
La mayoría de la gente soporta la vida porque no la piensa. ¿Cuántas personas se plantean, siquiera alguna vez en sus mediocres existencias, qué sentido tiene lo que hacen? O para qué sirve...
Cada uno tendrá su propia opinión sobre la trascendencia de nuestros actos, de nuestras "almas", de nuestras relaciones... Cada uno tendrá su propio criterio -está asignación de inteligencia es notablemente generosa-; pero, en realidad, los únicos atributos comunes, detectables, son nuestras angustias, nuestras contradicciones.
Quizás de ahí la necesidad de la esperanza, de recurrir inconscientemente a las insustanciales promesas de otras vidas "mejores". Es ilustrativo eso de "a una vida MEJOR".
Nos limitamos a "ocupar el tiempo". Para no pensar, para embutirnos en la falsa, engañosa, creencia de que así nuestra presencia en la Tierra tiene sentido y hacérnosla creíble, justificarla ante nosotros mismos.
Avanzamos, sí. La humanidad progresa (relativamente: fanatismos envolventes, ideologías absorbentes, teorías manipuladas, ...). La ciencia adelanta que es una barbaridad; pero, seguimos sin comprender el cómo y el por qué. Si pudieramos responder a esas dos cuestiones, desaparaceríamos.

10/07/2009

LAS RATAS

El libro, en su triste encuadernación inglesa, tan pobre, tan insegura, se deshace entre los dedos como un resto de osario. Está desvencijado, por el uso, por el abuso; pero, en su creciente aniquilación mantiene impoluta su esencia, la dignidad textual que le hizo único.
He vuelto a abrirlo, delicadamente, conteniendo el aliento, como si recibiera una frágil e insustituible reliquia. He vuelto a abrirlo sólo para buscar su página ciento cuarenta y ocho y leer de nuevo uno de los pasajes más estremecedores y tiernos, más geniales de la literatura universal. Sólo -quizás la pasión me hará exagerar y plantear una reclamación excesiva- por esos tres párrafos hubiese merecido un galardón que nunca le llegará. No lo espera, quizás nunca lo ha esperado: hay personas que no esperan esas cosas como las hay que no esperan nada de la vida.
Otras sí esperan, sí están esperanzadas, impacientes, inquietas, como las de los párrafos que digo. Miguel, don Miguel, las puso en ese trance demoledor de la incertidumbre y el anhelo. Quizás estuvo allí, lo presenció en un completo y tenso mutismo para luego escribir:

"Todo aconteció de repente. Primero fue un soplo tenue, sutil, que acarició las espigas; después, el viento tomó voz y empezó a descender de los cerros ásperamente, desmelenado, combando las cañas, haciendo ondular como un mar las parcelas de cereales. A poco, fue un bramido racheado el que sacudió los campos con furia y las espigas empezaron a pendulear, aligerándose de escarcha, irguiéndose progresivamente a la dorada luz del amanecer. Los hombres, cara al viento, sonreían imperceptiblemente, como hipnotizados, sin atreverse a mover un solo músculo por temor a contrarrestar los elementos favorables. Fue Rosalino, el Encargado, quien primero recuperó la voz y volviéndose a ellos dijo:
- ¡El viento! ¿Es que no le oís? ¡Es el viento!
Y el viento tomó sus palabras y las arrastró hasta el pueblo, y entonces, como si fuera un eco, la campana de la parroquia empezó a repicar alegremente y, a sus tañidos, el grupo entero pareció despertar y prorrumpió en exclamaciones incoherentes y Mamés, el Mudo, babeaba e iba de un lado a otro sonriendo y decía: ''Je, je''. Y el Antoliano y el Virgilio izaron al Nini por encima de sus cabezas y voceaban:
- ¡Él lo dijo! ¡El Nini lo dijo!
Y el Pruden, con la Sabina sollozando a su cuello, se arrodilló en el sembrado y se frotó una y otra vez la cara con las espigas, que se desgranaban entre sus dedos, sin cesar de reír alocadamente."


Las ratas. Miguel Delibes. Capítulo 15 - final.

La belleza... interior


El ser humano, también llamado "persona humana", es un conglomerado de incoherencias y un foco sorprendente de contradicciones.
En la "persona humana" -que puede ser macho o macha, hembra o hembro y, en algunos casos "epicena"- uno de los rasgos inherentes a su esencia más profunda es la admirable laxitud mental de que, con frecuencia, alardea. Está científicamente comprobado que el cociente intelectual de la mayoría de la población está un poco por debajo del de los adoquines; esto se manifiesta sobre todo en verano cuando los cuerpos -o bodys- se ponen estupendos para atraer la atención de otros seres. Forma parte de un ancestral ritual de cortejo y seducción, más intencionado que instintivo, cuyo fin último es que el ser captado se fije en la belleza interior que destila el cuerpo cimbel.
Lo importante, sí, es la belleza interior. No las vísceras y todo eso, no. La belleza interior de verdad, la auténtica, la del alma y precisamente por eso, cuando llega la temporada del destape, el ser humano acude en tropel a los santuarios gimnásticos a bajar panza y tonificar la fofa musculatura que queda tras la hibernación y a los sacros centros cosméticos para eliminar (cuanto más mejor) vellos, depurar grasas, purificar pieles y retocar (ahora se dice tunear) todo lo que sea menester de jeta para abajo.
Y todo ese ímprobo sacrificio no es más que para que los cuerpos -o bodys- sean un fiel reflejo de la belleza interior. No es el esfuerzo para que las potenciales parejas, candidatos y candidatas a retozos eroticoestivales, se fijen en una forma y figura despampanantes; es para que caigan rendidos y prendados de la simpatía, de la bondad y todas esas zarandajas. Evidentemente.
Quien afirma que sentirse bien por fuera es estar bien por dentro...
-Digresión: !Leyre está hipnotizando a Assur! "Tienes mucho sueeeeeño"-
Si eso es así, significa que el bienestar somático va de afuera a adentro. Significa que los gordos son infelices, que los feos están siempre malhumorados, que los tarados no ligan... Bueno, eso, ya lo sé, es una exageración y, además, es mentira porque todos sabemos que en lo primero que nos fijamos las "personas humanas" es en las cualidades de las otras "personas humanas".
Y yo, como todos, llegado el estío, acudo al "gym" porque lo que quiero es que todas las mozas posibles se fijen en mi belleza interior aunque después me vuelva solo a la habitación del hotel a hacer solitarios.

09/07/2009

El traje nuevo del emperador


Uno de los pocos cuentos infantiles que recuerdo, medianamente bien, es éste: el de "El traje nuevo del emperador". Y lo recuerdo no por una cuestión de alarde memorístico, sino porque es difícil olvidar la imagen de un soberano desnudo recorriendo las calles, humillado ante su pueblo por su propia vanidad. Fue un niño quien puso el grito en el cielo -como lo podría haber hecho un borracho o, tal vez, un juez-, el que descubrió el pastel con su inocente sinceridad: "Pero, ¡si está desnudo!" Entonces, el pueblo que estuvo hasta ese momento en su adujado silencio adocenado prorrumpe a gritar lo evidente; o la parte de la evidencia que más le interesaba gritar, la parte que le permitía el desahogo y la mezquina venganza.
Me ayuda a recordarlo con esa cierta precisión el que la edición estuviera ilustrada con unos espléndidos dibujos. En el momento crítico se veía a un rey gordinflón, opulento y arrogante, amparado bajo una sombrilla que portaba uno de sus lacayos, avanzando ventripotente, barbilla alta, chulesca, entre dos flancos abarrotados de súbditos miserables. De uno de ellos sobresalía el niño, brazo en ristre, dedo índice dispuesto a dispararse.
La moraleja del cuentecillo, lógicamente, se centra en la banal soberbia del monarca y en él se ceba para procurar un paradigma eficiente.
Y está bien. Y así debe ser. O debería ser porque, en la actualidad, tal mentalidad sería discutida hasta la extenuación; más si tenemos en cuenta que vivimos en la sociedad de la imagen, en todos los niveles. Proclamar austeridad, humildad, sencillez es inútil porque cada quisque "tiene derecho a optar por lo que más le guste" sin que nadie le juzgue ni le critique por eso.
No obstante, admitamos que es una lección merecida la que recibe el emperador (ojalá todos los reyezuelos y demás coronillas recibieran lo suyo después de tanto expolio secular); admitamos que es justo que alguien como él vea cómo le llega su sanmartín y cómo el ofendido pueblo se saca su espina: se ha hecho justicia.
El cuento, me parece, termina ahí o por ahí. Pero, yo estoy convencido de que sigue y que el autor, por no imagino qué razón, omite el verdadero final, el desenlace definitivo.
Doy por sentado que el rey volvió (avergonzado, sí; pero volvió) a su palacio. No es una conjetura descabellada ni una hipótesis obtusa: el rey, por lógica elemental, hubo de volver.
Doy también por sentado que en su cabeza llevaría una idea pertinaz. Capturar a los estafadores (porque delincuentes eran) y hacer caer sobre ellos el imperio de la ley, de su ley, se habría convertido desde el dedo apuñalador del infante en el objetivo primordial e inmediato de su existencia contrariada.
La comidilla popular, la filatería de comadres y alcahuetas, los rumores de vecindad, tenderían a extender la especie del merecido castigo recibido por su vanidad y, a la par, a exonerar a los pillos que fraguaron el engaño, desvaneciendo en sus fueros una parte fundamental del análisis y la justa visión de los acontecimientos: el rey, independientemente de la legitimidad de su poder, estaba en su derecho de mandarse hacer el traje que le saliera de los compañoñes; mientras que los zánganos canallas son -por muy amigos del Dioni que fueran- delicuentes indiscutibles. Por ello son quienes merecen un castigo ejemplar: por el engaño, por el fraude.
El autor, por lo que sea, omite esta parte. Quizás alentado sólo por la noble intención robinjudesca de hacer justicia y devolver al pueblo sometido parte, siquiera en dignidad, de lo que le han robado los poderosos desde hace centurias, casi milenios sin el casi.
Desde esta perspectiva las cosas cobran un matiz diferente y dan un giro que, probablemente, muy pocos se han planteado. En fin, que el rey es un cenutrio de tomo y lomo está claro; pero que quienes se han aprovechado con mentiras y trampas son los sastres, también. Y quienes deberían ser perseguidos por el Consejo de Jueces del Reino -o lo que judicialmente rija allí-, del reino de ese monarca (bueno, es emperador: que no es lo mismo), son los jetas que le sacan los cuartos por nada.
Cada súbdito seguirá aportando, con mayor o menor tino, su opinión en el asunto del traje que conmovió un imperio; pero, argumento arriba, argumento abajo, lo que es, es... Por definición.


Declaración de un hombre indefenso

Con frecuencia me pregunto qué habrá tras la propuesta de un político, qué aviesa o nepótica intención le empujará. Cuando se anuncia un reforma, de algo -lo que sea-, busco qué interés persigue, a quiénes beneficia.
Por ejemplo, de repente a alguien se le ocurre que hay que señalizar todas las carreteras con un voluminoso y bien visible cartelón que anuncie "Gracias por su conducción responsable". A nadie se le escapa la estupidez; pero, como ha sido aprobado por el Consejo de Ministros y convenientemente publicado pues, nos la envainamos sin darle más a la mollera. En cada materia gris cabal quedará el poso de la innecesaria gratitud y del gasto, oneroso, que supone no para quienes administran el dinero de todos y no el suyo propio que quedará, como siempre, salvaguardado.
Entonces viene la pregunta: ¿no será el tío que fabrica los cartelitos primo -o similar- de alguno de estos mequetrefes?
Y, hombre, porque no nos vamos a poner a buscar una relación parental o amistosa a estas alturas... Pero, huele que apesta.
En fin, todo esto para llegar a una clara conclusión: cada norma, cada ley elaborada por nuestros políticos tiene un trasfondo concreto y bien perfilado desde el que se beneficia a alguien próximo de alguna manera y esto es así porque la realidad de nuestros gobernantes difiere mucho de la que sufrimos a diario el resto de los súbditos mortales de este puto reino.
Y esa sólo es la punta del iceberg...

La edad y la nostalgia

De repente uno siente la necesidad de recordar los nombres que compartieron su infancia y su adolescencia. Nombres que creyó "amigos" y que el tiempo y la distancia -el olvido- han revelado como meros acontecimientos comunes. Surgen rostros antiguos y la imaginación trata de aventurar cómo serán ahora. ¿De aquellos afectos exaltados que queda? Ahora uno piensa que nunca fueron, que existieron porque la percepción del momento obligaba a sentirse arropado por una pequeña farsa sin más sentido que el de sentirse parte de un algo incomprensible. Entonces, uno, se percata del paso inexorable del tiempo y de que la vida es un enorme e intenso vacío que tratamos de llenar de la mejor manera posible para sentirnos vivos. Se hace balance procurando, para evitar la frustración, que sea positivo aunque en el fuero interno, palpitando brutalmente, cabalga la terrible intuición de que nada ha sido como queríamos, de que hemos pasado por aquí sin pena y sin gloria.
Ese debe ser uno de los síntomas, quizás el primero y más devastador, de que nos hacemos mayores, viejos, y de que lamentarse ya no tiene sentido porque la edad nos ha vencido irremediablemente.
Luego viene el buscar fotos, el evocar anécdotas. Se miran con intensa curiosidad mientras se desea que todo sea irreal, un sueño; se rememoran con el anhelo de que no hayan pasado para que vuelvan, mañana, a pasar y recuperar así un tiempo desvanecido.
Lo he hecho esta mañana y he comprendido que todo es absurdo y que el hombre, en la medida de sus posibilidades, se limita a intentar no pensar en ello, en la nada, en el vacío que merodea y al que estamos destinados: acabo de hacerme viejo.

08/07/2009

¡Uzté ez idiota!

Se hacen lenguas de que en una famosa tertulia vespertina, andábale don Ramón dando vueltas a cierto asunto de interés patrio, en su vertiente consular, cuando animado por su imaginación desbordante vino a ponerse estupendo:
- Eztaba yo cazando leonez en la India...
- En la India no hay leones- le interrumpió uno que estaba de oyente.
- ¡Uzté ez idiota!- proclamó Valle irritado por la intromisión y por la corrección.
- ¡Oiga -se revolvió el ofendido-, que yo a usted no le he insultado!
- Ni yo a uzté -respondió don Ramón-: le he definido.

A día de hoy esta ingeniosa y lacónica anécdota no sólo sería impensable, sino que todo el caudal de inteligencia que encierra sería imposible.
Para excusar la falta de "culturilla general" (no ya de CULTURA) culpamos a las "nuevas tecnologías", nos escudamos en lo apremiante de las situaciones o lo imputamos a una natural economía lingüística que es, a todas luces, ajena a la realidad del problema. Porque el problema, escúdese quien quiera tras de lo que quiera, es que los pilares de aprendizaje de la lengua fallan. Ni los "maestros" de hogaño están tan cualificados -a todos los niveles- como aquellos maestros de antaño, magister ludi, cuyo saber rayaba lo enciclopédico, ni los baluartes que fijan, limpian y deberían dar esplendor están por la labor más ocupados ellos en obtener fondos con que mantener la Real Academia Española (no de la Lengua, como dice alguno de sus "ilustres miembros") que en velar y actuar con medidas efectivas dirigidas a frenar el incremento de la estupidez. Aliados con un periodismo carente del más elemental buen uso de su herramienta de trabajo por naturaleza, han condescendido a admitir una sarta de sandeces sólo por el hecho de que se usan. "Lo dice la mayoría", afirman. Y, ¿cómo lo saben? ¿Nos han preguntado a todos? Evidentemente, no; pero, como nadie lo va a poner en tela de juicio...
El caso es que entre la indolecnia de unos y la estulticia con que nos lapidan diariamente los otros, cada día hablamos peor y lo que es peor, lo asumimos.
Hablar bien -sin necesidad de ser hablista- y escribir correctamente parecen dos actividades proscritas, dos cosas de las que avergonzarse. Es mejor no ser tildado de "culto" o "pedante" o "petulante" (la mayoría de la gente no sabe qué significan esos términos) y pasar inadvertido, confundido por igualdad de ras con el resto. Sí, desde luego es mejor eso. Eso y decir que un deplorable atentado, un atentado abominable, es "deleznable"; es mejor soltar en la crónica que los "convoys avanzaron hasta..."; es mejor preguntar "¿quién estaban reunidos?" y todas esas maravillosas creaturas fruto del amor a la ignarocracia. Y así llegamos al cénit cuando el presentador del telediario -antes llamado "locutor", y del "boletín informativo"- nos comunica tácitamente que el verbo abolir se conjuga como cualquier otro de la tercera: "El gobierno abole..."
Y, claro, así día tras día, indefensos y bombardaedos de continuo, es razonable que terminemos todos siendo parte activa de la Nueva Babel. ¡Y sin necesidad de liarse con la "res hembrista"!

La muerte de los ídolos


Ahora será rey y reinará en su ruín Olimpo del "pop". Ahora será un genio excéntrico, un ser extravagante, el creador que hizo época, que marcó un hito, que creó escuela, que innovó. Será el Único, incontestable, el hombre tocado por la gracia y cuya estela, idolatrada por millones de energúmenos, será la referencia universal sin la cual ningún terrícola podrá respirar, amar, trabajar, dormir.
Ha muerto, en olor de multitud, éso. Sí, éso. Ha muerto la incertidumbre del color, la adolescencia perenne, la materia gris desarbolada por un conflicto patético y obtuso: ha muerto Peter Pan de oro. ¡Loado sea aquel que pronuncie mil veces su nombre! ¡Denostado y maldito sea aquel que no oiga sus canciones, no vea sus "videoclips", no remede sus formas!
Ha muerto, sí. Pobre hombre: ¡que el mundo restalle en un unánime trallazo de lástima! ¡Nadie como él! ¡Que nadie pronuncie su nombre en vano! ¡Condoleos porque ha muerto él!
Así lo haré yo también. Me conmueve la despedida que ha tenido, merecida. El mundo, de polo a polo, de este a aquel, llora su ausencia: ¡nos ha dejado huérfanos!
No importa aquel hombre justo que murió en el mismo instante solo, sin quejas, sin amigos que plañieran su pérdida. No importa ninguno de los que generosamente entregaron lo que tenían a los hombres que, tras ellos, recogían las hierbas que arrojaban.
¿Cuántos -con lo buenos que son estos tipos y familiares- hubieran comido con lo que ha costado su entierro y toda la "parafernalia", toda la pompa, que le ha acompañado?
Mundo hipócrita y absurdo: ¿de qué nos quejamos?