27/11/2024

Tratar de comprender la geopolítica, las estrategias, las tácticas..., puede resultar una tarea tan compleja como desesperante. Más cuando ni los que se presentan como expertos son capaces de obtener conclusiones inapelables, respuestas inequívocas que expliquen con absoluta claridad qué acontece, por qué y demás adverbios interrogativos y las consecuencias que puede acarrear cada acto.
De todos los conflictos bélicos actuales es indudable que hay dos que sobresalen y que son mirados de frente con inquietud y prudencia. Uno es la guerra provocada por la invasión (ilegal e injustificada) de Rusia por mandato del zar Putin a Ucrania y el otro es la guerra palestino-israelí.
Ninguno de estos conflictos permite la más leve distracción. Apartar los ojos de cualquiera de ellos puede suponer un disgusto y un daño irreparable no sólo para los implicados combatientes, también para todos los demás espectadores. Los dos son zonas calientes, demasiado calientes y los dos son una bomba de relojería. El ruso-ucranio, no obstante, tiene vertientes que no tiene el palestino-israelí. El primero no conllevará, una vez extinguido, consecuencias más allá del cómo quede la geografía de cada uno. El segundo, por mucho que no queramos ampararlo es mucho más delicado. En el palestino-israelí juegan elementos que parece que nos negamos a ver, a reconocer. El más importante de esos elementos es que para un equilibrio que ofrezca cierta estabilidad a la zona es imprescindible que Israel prevalezca sobre sus enemigos (está rodeado por ellos); un Israel cuyas atrocidades actuales, el genocidio sistemático y brutal, nada quirúrgico, nada selectivo, antes o después le pasarán la factura de la venganza. Es una situación compleja de difícil resolución: si prevalece Israel será gracias a sus salvajes ofensivas y reducir su entorno a cenizas; si gana Palestina, gana su entorno y gana (esto es lo peor) el fanatismo, un fanatismo que también, por otra parte, debería ser extirpado de raíz; un fanatismo que acuciará a Israel y tratará de extinguirle, de hacerle desaparecer de la faz de la Tierra y que no parará ahí porque ese mismo fundamentalismo es invasivo y violento y procurará imponer su religión y su forma de vida al resto del mundo. Eso no debemos solaparlo por incómoda que nos resulte la idea.
Así, pues, ¿cuál sería la solución? La mejor, la utópica: la de dos Estados conviviendo en paz. Imposible: es ilusorio pensar en esa posibilidad. Tal y como se están desarrollando los acontecimientos todo hace pensar en que todo terminará, aparentemente, en un tenso alto el fuego que durará más o menos; pero eso también es un espejismo, una ficción. La tensión se mantendrá y antes o después volverá a saltar la chispa que haga arder de nuevo la zona. La más leve fricción resultará devastadora. La única solución racional sería acabar con los aspectos que impiden atajar el problema de raíz y solucionarlo: dar a Israel lo que le pertenece (aunque haya muchas opiniones en contra que aseguran, falsamente, que esa tierra es de los palestinos: no es cierto) y eliminar a los fundamentalistas, defenestrarlos, instaurar regímenes democráticos en esos países sometidos a la teocracia más abyecta y absurda. Todo esto, naturalmente, es pasto abundante para un debate intenso, enconado y largo. No obstante, ateniéndonos a todos los datos de que disponemos (y contemplando que siempre habrá errores de aproximación, es inevitable, y de interpretación: la Historia nunca se ha contado correctamente) no, a día de hoy, otra opción y eso parece que sólo significa una cosa: la guerra eterna.