Pidió Yahvé que le mostraran diez hombres justos. Como no los encontraron ni en Sodoma, ni en Gomorra, ni en la Audiencia Nacional y no digamos en el Congreso de los Diputados, decidió tirar un pepinazo -nuclear dicen algunos malpensados- y devastó la zona: suburbios y arrabales incluidos.
La medida fue desmedida, exagerada. Si lo "normal" es la injusticia, o trinca a todos y renueva la población terrícola con mejoras de serie, o se aguanta, acepta la condición humana y asume que cada uno arrime el ascua a su sardina como mejor le venga o pueda.
A mi me ha costado -años- comprender que el mundo y sus entresijos son así, que las personas y sus entretelas son (somos) así.
Cada uno, en atribución de sus projimidades, ayuda a su señor porque prevalecen los intereses emocionales sobre los éticos.
Y debió ver Dios que no era malo puesto que lo consiente: es una regla más del juego áspero que es la vida.
Cada uno defiende lo suyo y lo de sus afines. La generosidad, el altruismo, la bonhomía, la caridad..., están -siempre- socorridas por un egoísmo razonable que se comporta -o suplanta eficaz- como la necesaria paridad de armas o la también necesaria perpetuación del clan, su supervivencia.
Algunos seres, a lo largo y ancho (ya más ancho, en la cintura, que largo) de nuestras vidas nos hemos conducido casi siempre concediendo el beneficio de la duda, implantando por sistema el "a ver si cambia" y similares. Ha sido inútil porque, por lo común, los humanos no sólo no cambiamos sino que solemos enconarnos, más, en nuestros viciados comportamientos.
Cuando caemos en la cuenta de la inutilidad de mantener cierto nivel ético, entonces, nos sumamos al grueso de "injustos". Nos defendemos de ellos usando sus mismos criterios y -aunque con leves sacudidas de remordimiento- entramos en el juego.
Suele causar en los demás asombro y perplejidad la transformación. Sobre todo cuando en la lid ven mermadas sus facultades o su poder frente al rebelde que decide, lógicamente, sacudirse el yugo al que estaba uncido.
De esa sorpresa emergen calificativos de toda índole que se aventan a voleo sin percatarse de que suele ser cierto aquello de "cree el ladrón..." Pero, nadie puede estar sometido a perpetuidad.
Cuando las quejas por la nueva actitud se hacen notar, pocas excusas son necesarias. En realidad la opción defensiva -la del mejor ataque- viene justificada en sí misma.
No es la pretensión vengativa de devolver daño por daño; es la de no ser de nuevo vapuleado por sistema. No, al menos, sin dejarse la piel y el alma en la pelea.
Así, cuando la extrañeza y la sorpresa hacen arquear las cejas y surgen remilgados ayes y lamentos, manos a la cabeza y golpes de pecho, basta con afirmar (para dejar constancia testimonial y exonerarnos de toda culpa) que nuestros actos ulteriores son causados por la injusticia sufrida, por el aprovechamiento ilícito y arbitrario que se ha hecho de nosotros. Que si hemos cambiado y de corderos hemos metamorfoseado en lobos -homo homini lupus- ha sido por estricta exigencia natural. Basta, para abogar por nuestra transformación, el alegato elemental de que el cambio no es caprichoso; de que ahí es donde nos han puesto nuestros enemigos y su maldad.
A partir de ese punto, que gane el más fuerte o el que menos escrúpulos tenga: o sea, el más cabrón.
La medida fue desmedida, exagerada. Si lo "normal" es la injusticia, o trinca a todos y renueva la población terrícola con mejoras de serie, o se aguanta, acepta la condición humana y asume que cada uno arrime el ascua a su sardina como mejor le venga o pueda.
A mi me ha costado -años- comprender que el mundo y sus entresijos son así, que las personas y sus entretelas son (somos) así.
Cada uno, en atribución de sus projimidades, ayuda a su señor porque prevalecen los intereses emocionales sobre los éticos.
Y debió ver Dios que no era malo puesto que lo consiente: es una regla más del juego áspero que es la vida.
Cada uno defiende lo suyo y lo de sus afines. La generosidad, el altruismo, la bonhomía, la caridad..., están -siempre- socorridas por un egoísmo razonable que se comporta -o suplanta eficaz- como la necesaria paridad de armas o la también necesaria perpetuación del clan, su supervivencia.
Algunos seres, a lo largo y ancho (ya más ancho, en la cintura, que largo) de nuestras vidas nos hemos conducido casi siempre concediendo el beneficio de la duda, implantando por sistema el "a ver si cambia" y similares. Ha sido inútil porque, por lo común, los humanos no sólo no cambiamos sino que solemos enconarnos, más, en nuestros viciados comportamientos.
Cuando caemos en la cuenta de la inutilidad de mantener cierto nivel ético, entonces, nos sumamos al grueso de "injustos". Nos defendemos de ellos usando sus mismos criterios y -aunque con leves sacudidas de remordimiento- entramos en el juego.
Suele causar en los demás asombro y perplejidad la transformación. Sobre todo cuando en la lid ven mermadas sus facultades o su poder frente al rebelde que decide, lógicamente, sacudirse el yugo al que estaba uncido.
De esa sorpresa emergen calificativos de toda índole que se aventan a voleo sin percatarse de que suele ser cierto aquello de "cree el ladrón..." Pero, nadie puede estar sometido a perpetuidad.
Cuando las quejas por la nueva actitud se hacen notar, pocas excusas son necesarias. En realidad la opción defensiva -la del mejor ataque- viene justificada en sí misma.
No es la pretensión vengativa de devolver daño por daño; es la de no ser de nuevo vapuleado por sistema. No, al menos, sin dejarse la piel y el alma en la pelea.
Así, cuando la extrañeza y la sorpresa hacen arquear las cejas y surgen remilgados ayes y lamentos, manos a la cabeza y golpes de pecho, basta con afirmar (para dejar constancia testimonial y exonerarnos de toda culpa) que nuestros actos ulteriores son causados por la injusticia sufrida, por el aprovechamiento ilícito y arbitrario que se ha hecho de nosotros. Que si hemos cambiado y de corderos hemos metamorfoseado en lobos -homo homini lupus- ha sido por estricta exigencia natural. Basta, para abogar por nuestra transformación, el alegato elemental de que el cambio no es caprichoso; de que ahí es donde nos han puesto nuestros enemigos y su maldad.
A partir de ese punto, que gane el más fuerte o el que menos escrúpulos tenga: o sea, el más cabrón.