Confieso que vivo mejor, más cómodo, sin la superstición. No sin una concreta, sino en la ausencia absoluta de todas.
Alguna vez, borracho por alguno de esos peculiares e inexplicables impulsos intelectuales -de falsa intelectualidad, evidentemente- estuve tentado de hacer una recopilación de supercherías y buscarles un origen y, quizá (no estoy seguro), una explicación razonable o posible.
Nunca llegué a ceder a la tentación y lo dejé rodar a su aire sin permitir que interfiriera en el mío. Sí es cierto que inventar una pamema supersticiosa y que cale, que cunda, es fácil: yo lo he hecho sólo por el placer perverso de ver reacciones, de provocar de alguna manera esas estúpidas conmociones en los cretinos creyentes.
Ahora, pensando algunas, me salen a bote pronto la de cruzarse con un gato negro, pasar por debajo de una escalera, la de hoy (que en el mundo anglosajón sufre la mutación venérea), y un montón de ellas más inventadas al vuelo por la proliferación de sacacuartos cartomantes, astromantes (no sé por qué se les concede el rango de "astrólogos") y otros zascandiles del mismo pelaje. Esos jetas dedicados a pulirles los bolsillos a los imbéciles que se creen a pie juntillas cuantas sandeces les sueltan por un sustancioso fajo de billetes; insensatos que, además de pedir por escrito y con el correspondiente recibo la tontería en cuestión para reclamar después, harían mejor en meditar en por qué copular a la luz lunar no cura los callos... ¡Pero qué bien te deja!
Sé que es inevitable. El hombre (en general) necesita ser supersticioso porque es supersticioso por naturaleza. Son cuestiones de necesidad primaria, primitiva; la necesidad residual de confirmar que todo va a mejorar. A mejorar o, si no a mejorar, si para tratar de controlar ciertas cosas y que la vida, al menos, no empeore con años de mala suerte añadida por haber roto un espejo, por ejemplo.
Yo he desechado voluntariamente la superstición de mi vida y en todo este tiempo no he notado que un día señalado por los malos agüeros haya empeorado más la precariedad de que disfruto. Hoy, sin ir más lejos, siendo martes y trece he recibido una pequeña pero buena noticia. Habituado como estoy a no tener otra cosa que desgracias, me inclino a pensar que en caso de que hubiera un poder adverso en todo ese tinglado, a mi me es favorable...