Acaso sólo
sea una extensa metáfora sobre el poder; sobre una lucha justa que
pretende, infrustuosamente desde las normas establecidas, cambiar los
modales de un poder tiránico cuya lucha es la de mantenerse
incólume. Puede que, en definitiva, sea la pugna eterna entre el
bien y el mal, siempre quebrados por confusas interpretaciones y
desatinadas atribuciones.
La ley
establecida debe ser, a juicio de quienes la defienden, respetada,
seguida e incluso venerada. Una ley que no puede ser transgredida a
pesar de su excesivo rigor, de su injustificada rudeza, de su
inexplicable desequilibrio. Todos deben vivir bajo esa ley y todos
deben someterse a ella sin más amparo que el derivado de la
obediencia. Una ley conveniente a la jerarquía gobernante con la
que mantinen sus rangos, sus prerrogativas y un orden indiscutido e
indiscutible. El capitán Bligh lo sabe: gracias a esa norma él es
intocable; esa norma le permite ser inflexible sin remordimiento y
sin castigo; esa norma le permite excederse en el tratamiento a los
inferiores mientras él no puede ser respondido siquiera. Bligh
puede, caprichosamente, amparado en la ley, injuriar, torturar o
ajusticiar sin temor a ser reprobado o condenado por ello. Pero,
Bligh no es más que un trebejo del despotismo regente, un engranaje
más de la cadena de mando sobre quien recae, dado el momento, la
dudosa responsabilidad de gobernar una pequeña sociedad. Nadie
enjuicia ni pone en duda su mando hasta que la firmeza del gobierno
pasa a ser la satrapía de un orate, de un hombre absorbido por el
delirio del poder.
Entonces...
¿Entonces qué ocurre? ¿Lo esperado? ¿Lo natural? ¿Lo lógico y
razonable? Lo que ocurre es todo lo anterior. La tripulación, harta
de verse desposeída, ninguneada, sacrificada y salvajemente sometida
y deliberadamente despojada de su libertad y derechos se indigna y
rebela. No toda la tripulación, claro: en todo amotinamiento social siempre hay quienes, cobardes
o conformes con su situación dentro del entramado y convencidos de
que ese es el estado natural de las cosas, se mantienen al margen sin
participar, o incluso zancadilleando -en extraña connivencia con sus verdugos- a quienes participan en la algarada; ni siquiera todos los más perjudicados se levantan. Sólo
lo hacen aquéllos que ven la injusticia a que se les aboca y se
niegan a seguir aceptándola. Sin embargo, el poder dominante, el
establecido “legalmente” (así, entrecomillado) se opone,
evidentemente: ¡Cómo es esto? ¡Cómo osan enfrentarse a la norma,
a la ley? ¡Con qué derecho intentan deponer al poder y a sus
representantes? ¡Ni hablar! La paz social del buque impone el
respeto a lo establecido. Amotinarse es un delito flagrante que debe
ser convenientemente castigado. Es un pecado. ¡Un atentado contra la
sociedad de bien! ¿O es que pretenden despojar a la sociedad de sus
derechos? ¿Quién les da esa atribución? ¡Ni hablar! ¡No, no y
no! ¡Es preciso reducir a los revoltosos que quieren subvertir el
orden y arrojar del poder a quienes lo detentan (no sustentan ni,
mucho menos, ostentan)! Porque sólo una ley es buena: la que rige. Y
querer cambiarla, hacerla más justa, más humana, más equilibrada
es algo que ya determinarán en su momento si lo consideran oportuno
quienes tienen el poder... Ahora.
Por cierto:
Fletcher (no sé si es el trasunto de la virtud y la equidad, de la
justicia) muere ; Bligh (el absolutista, el infame arbitrario que
todos aborrecemos), vive. Deshonrado con la boca chica, humillado con
un coscorrón; pero vive y mantiene sus privilegios y su hacienda
intactos; ¿removido de su puesto? No, por cierto: respuesto en él y
aplaudido cuando no envidiado. Es aquí cuando los próceres, los
patriotas que jamás traicionarían a su tripulación ni a su patria,
ni a su honor, ahogado ya su sofoco, se congratulan y afirman sin
pudor que por fin se ha hecho “justicia”, que el Estado de
Derecho y el Orden están salvo y que la solidez de las instituciones
queda fuera de cualquiera duda. Da qué pensar. No sé si me explico...