15/09/2021

Euforismos y sentencias

 A veces me sale esa sonrisa de forma espontánea. Es una sonrisa de comisuras tensadas por el sarcasmo mudo. Una sonrisa sin más consecuencias que la mueca desconfiada que aporta. A veces me sale de súbito, sin pensar, como cuando -por ejemplo ayer- un economista sugiere una movilización ciudadana frente al abuso de las compañías eléctricas.

06/09/2021

 Una temperatura clemente; un cielo constante, amable encapotado; un viento suave que alivia. Yo, si dios, replicaría el día de hoy eternamente...

 Amanece un atardecer fausto y oscuro, de nube vejancona y plañidera, con ganas de gresca tormentosa que acaso se diluirán en los bordes romos y altos del ángelus. Del gris encapotado se desprende esa paz inquietante de la incertidumbre, el rezo íntimo ojalá de un si lloviera, de un qué día precioso y lento y plomizo para una humilde tormenta...

02/09/2021

 Llevo tiempo moleando el asunto. No por indeciso o confuso, que también, sino porque no termino de ver aquello que una escora plantea con tanto ímpetu. Todo, al final y a mi modo de ver, radica en racionalizar los usos. No creo que la solución al problema climático sean el cese de la extracción de petróleo y la elaboración de productos derivados de éste. No creo que la solución sea volver a las suelas de cuero (incremento de explotación ganadera para surtir a todo el mercado), a las de esparto (alto impacto ecológico para nutrir calzados) y otras cosas del estilo. Los derivados del petróleo nos han mejorado la vida notablemente en todos los aspectos dándonos una calidad que ni con mucho hubiésemos imaginado: desde las prendas y maquinaria hoy habituales que protegen del frío hasta elementos deportivos (no imagino unos <<pies de gato>> con suela de corcho, por ejemplo). También ha permitido que <<lo tradicional>> evolucione y se perfeccione: un jersey de pura lana ya no pica como hace un siglo o los calcetines de lo mismo no te dejan los pies para el arrastre. Hay que proteger la naturaleza, estamos de acuerdo; incluso volver a ella e integrarla de nuevo en nuestro paisaje habitual; pero, no creo que haya que hacerlo a cualquier precio. La sola presencia del ser humano -desde aquel mono que tras encontrar una quijada le da uso bélico y se topa luego con el enigmático monolito- implica cambios en el entorno: es inevitable; es una cuestión de perpetuación de la especie. Hay que reflexionar sobre esto y no empecinarse en estupideces cuya consecuencia sería eliminar nuestra capacidad de supervivencia. Claro que hay que modificar mucho de lo establecido/impuesto; sin embargo, al final, todo se reduce a usar el sentido común y combinar la esencia humana con la esencia de la naturaleza: el hombre es parte incuestionable de ella.

Euforismos y sentencias

 Cada vez que oigo eso de que vivimos en «la España de las libertades» no puedo evitar una ancha sonrisa sardónica...

 Dejó dicho Joaquín Costa que, así las cosas, media España moriría ahogada y la otra media de sed. La falta de infraestructuras y, lo que es peor, la falta endémica de criterios le llevaron a fijar esas palabras aniquiladoras que se han perpetuado siglos después. España es un país de oportunistas y advenedizos que se dedican a la política sin la mínima pizca de vocación de servicio la inmensa mayoría de ellos. Su único interés, medrar. Y así van las cosas centuria tras centuria. No son los únicos responsables de la abúlica mediocridad instalada en el coso político: los ciudadanos llevamos en la estolidez de nuestro pecado la penitencia que merecemos.

Que nadie se queje de las situaciones si cree que por haber votado ya ha cumplido con su deber social ciudadano. Votar no es más que la acción que precede a la excusa de la conformidad. Carecemos de educación política, social, medioambiental, económica, consumidora... y nos sobran rogativas, banderitas y fanatismos exacerbados y atávicos. Sé que no se darán por aludidos quienes más deberían: es otro rasgo distintivo de nuestra mezcla esencial. País de cobistas, tramposos y pícaros. País grotesco cuna del esperpento.
Qvosqve tandem...

30/08/2021

Euforismos y sentencias

 Pues, yo, sinceramente, no consigo imaginar a que chino conoció el que inventó la frase «que no te engañen como a un chino»...

28/08/2021


 

27/08/2021

Les hacía marcar un puntito en el centro de la hoja del cuaderno. Luego les pedía que se centraran en él y fuesen comprobando su magnitud comparándola con el espacio que le rodeaba: toda la superficie de la hoja, la hoja dentro de la superficie del pupitre, éste en la del aula, la del aula en la del pabellón, la del pabellón en el edificio, éste en el barrio, en la ciudad, en la provincia... Así hasta que consiguiesen abarcar la parte más o menos conocida del universo. Hecho esto, el cálculo imperfecto y a la baja: todo eso no es más que una trillonésima parte, otro puntito, en un trillón de galaxias contenidas en otra galaxia contenida... Cuando conseguía que su imaginación comprendiera y que el concepto les estremeciese, me levantaba, me acercaba a cada uno ellos y les decía: <<ahora, en ese infinito punto, búscate>>.

26/08/2021

 No es la vida. El ajedrez no tiene nada qué ver con la vida. Ni siquiera es una relación de rivalidad o de poder. En realidad, no hay ninguna satisfacción en la muerte del rey contrario. Es la muerte de la reina la que, de verdad, produce un placer pleno, casi absoluto; un placer reconfortante y perverso. Yo no dejé el ajedrez por decepción, por aburrimiento o por quedar colmado con sus experiencias limitadas a mecanismos rutinarios de trebejos inánimes deambulando por escaques cercados por el abismo, por el vacío. Me retiré porque empecé -no sé si inconsciente y voluntariamente, aunque parezca contradictorio- a sufrir una impaciencia dramática y dolorosa. Afronté mis últimas partidas con una precipitación obsesiva. No me importaban los errores cometidos, sino la necesidad irreprimible de eliminar a la reina. A eso dediqué todos mis conocimientos y esfuerzos y una vez conseguido (si lo conseguía) el combate dejaba de tener aliciente y caía en una desidia devastadora.

Durante esa etapa observé cómo mis oponentes me dedicaban miradas de auténtico estupor, gestos de incomprensión ante mis desafortunados movimientos. No entendían mi proceder; mucho menos que mi único interés después de haber logrado un cierto prestigio fuese, sencillamente, matar a sus damas aunque para ello hubiese de poner en riesgo el resto de mi hueste.
Siempre supe que el rey era un títere, un ser pánfilo y cobarde que rehúye la lucha, que se parapeta gracias a su mando establecido por un extraño convenio universal y por la aceptación tácita, sumisa, de sus vasallos. El rey es un impostor incapaz de matar cara a cara: sólo lo hace a traición, sorprendiendo por los flancos desarmados. Ahora, ese conocimiento me escocía como sal en una herida profunda; me indignaba, me enojaba. No tuve ninguna necesidad de desenmascarar a quien ya estaba desenmascarado; sí la tuve de intervenir, de despreciarle, de humillarle.
Y, sin embargo, bien pensado, tampoco fue ese el detonante -en sí mismo- de mi huida. Sí lo fue un hecho extraordinario e imprevisto por mí.
A los pocos meses de correrse el rumor de mi disparatada tenacidad, y de comprobarse en múltiples partidas su veracidad, buena parte de mis rivales al ver a sus reinas hostigadas sin descanso empezaron a modificar sus estrategias y a defenderlas casi compulsivamente. Esto produjo un cambio notable (aunque carente por completo de ningún interés relevante) en el juego. Paulatinamente, los reyes dejaron de importar. Los tableros se llenaron de piezas agrupadas en torno a las reinas dejando a los reyes indefensos, arrinconados, olvidados en su efímero trono. Algunos, por un raro prurito de ortodoxia, los parapetaban tras la tutela de alguna torre aún fiel, emparedados, inmóviles, inútiles. Fue como reconocer explícitamente quién ostentaba la auténtica potestad soslayada durante siglos por un alfeñique coronado cuya única función servible era morir.
No intervine -ni aun hoy lo hago- en las polémicas cruzadas que se aventaron. Los argumentos que unos y otros armaban a favor o en contra de mi locura, de mi audacia, de la neonata necesidad de revisar las reglas del juego, de reformarlas o de mantenerlas y expulsar del juego a todos los rebeldes, a los herejes, no me aportaron nada: mi desprecio había llegado a su ápice culminante. Me adujé en un silencio abstracto, inextricable.
Me consta, no obstante (mi mutismo no conlleva imperiosamente la ausencia de información actualizada), que en algunos torneos han adoptado una solución salomónica: las mujeres intercambian características y ubicación entre reyes y reinas cediendo a estas los atributos de aquel. En el resto, las normas mantienen su rigidez. Alguien, hace ya algún de tiempo desde que se estableciese aquella primera fórmula expuesta, me sondeó sobre ello. <<No han entendido nada>>, respondí. Tanto mi hermetismo como mi enigmática respuesta fueron interpretadas de muy diferentes maneras por la prensa y por la sociedad: tampoco habían entendido nada.