13/01/2022

El ministro Garzón o su porquero

    Nunca ha sido fácil encontrar la verdad y el equilibrio, la ecuanimidad. Tampoco le resulta fácil al ser humano comprender correctamente el sentido de las frases; menos cuando hay mediando intereses que, además, le acicatan para interpretar mal intencionadamente con el fin de obtener un beneficio propio, particular. Mientras se dejan de lado otras cuestiones de relevancia notoria, la polémica se focaliza en las palabras de un ministro, Garzón, sobre la calidad de la carne española y las granjas donde se produce; no todas las granjas, pero, sino sólo aquéllas a las que se les ha impuesto el marchamo -no el sambenito- de <<macrogranjas>> y cuya definición vendría ser algo así como <<explotación intensiva de carácter industrial donde el ganado se hacina en condiciones insalubres y perjudiciales para el desarrollo adecuado de éste y, por ende, de los productos a obtener de él para el consumo humano>>. ¿Cuáles han sido las palabras del ministro de marras que tanto han ofendido a los ganaderos y tanta crítica han suscitado? Veamos… En primer lugar, acudamos en lo posible a la fuente original y originaria de todo este tinglado de antigua farsa. La entrevista la realiza Sam Jones, corresponsal en Madrid del periódico británico The Guardian, el pasado veintiséis de diciembre. En dicha entrevista [aquí el enlace: https://www.theguardian.com/world/2021/dec/26/spanish-should-eat-less-meat-to-limit-climate-crisis-says-minister] no aparece referencia alguna a que la carne española, en su totalidad, esté bajo sospecha. En un primer acercamiento a lo expuesto por el ministro nos encontramos que <<Garzón says Spaniards need not stop eating meat altogether but suggests they eat far less and ensure it’s good quality for the sake of their health and the environment. He contrasts cheap, mass-produced products with traditionally reared meat.>>, según el periodista a quien daremos carta de veracidad. Bien, ¿qué dice este texto? Pues, que no es preciso dejar de comer carne; o sea: que hay que seguir comiéndola y, además, que sea de buena calidad. ¿Dónde está lo escandaloso de su sugerencia? Cualquiera que se haya acercado a la carnicería habrá oído, seguro, más de una vez afirmar a algún cliente que <<la carne ya no es como la de antes>>. De hecho, cuando haya comprado sus filetes y esté metido de lleno en la faena de freírlos habrá observado lo mucho que <<saltan>>. Eso es lo que dice la frase del ministro: compre calidad (y la calidad, a lo que se ve, nada tiene qué ver con la marca España); son más caros, sí; pero, tendrá (casi) certeza de que son buenos. Esto enlazaría con una evidencia económica: la mayor rentabilidad de un producto conlleva, habitualmente, la merma sustancial de la calidad de éste. ¿Eso es mentira acaso? No: es una verdad casi axiomática. A continuación, el artículo (o entrevista) plasma: <<”Extensive farming is an environmentally sustainable means of cattle farming and one that has a lot of heft in parts of Spain such as Asturias, parts of Castilla y León, Andalucía and Extremadura,” he said.

“That is sustainable; what isn’t at all sustainable is these so-called mega-farms … They find a village in a depopulated bit of Spain and put in 4,000, or 5,000, or 10,000 head of cattle. They pollute the soil, they pollute the water and then they export this poor quality meat from these ill-treated animals.”>>... <<”La agricultura extensiva es una ganadería ambientalmente sostenible y que tiene mucho peso en partes de España como Asturias, partes de Castilla y León, Andalucía y Extremadura”.>>

Eso es sostenible; lo que es en absoluto insostenible son estas llamadas megagranjas… Encuentran un pueblo en una parte despoblada de España y ponen 4.000, o 5.000, o 10.000 cabezas de ganado. Contaminan el suelo, contaminan el agua y luego exportan esta carne de mala calidad de estos animales maltratados.>>

 ¿Afirma aquí que haya de eliminarse la ganadería o las explotaciones ganaderas? ¿Afirma que la carne española sea de mala calidad? No y no. Lo que dice es que hay que acabar con los sinvergüenzas que, por afán mercantil exacerbado y codicia nos venden carne pésima (él dice <<de menor calidad>>. Lo que afirma es que las granjas deben tener unos parámetros elementales de higiene y calidad. Lo que afirma es que hay que establecer márgenes razonables a todos los niveles. Lo que hace es poner en evidencia y sacar los colores a aquéllos que con sus malas prácticas ponen en riesgo la buena imagen de los productos españoles. Recuerdo haber visto no hace mucho varios programas de <<Equipo de investigación>> y de <<¿Te lo vas a comer?>> haciendo hincapié en ese asunto de la mala calidad de los productos alimenticios y de cómo nos dan gato por liebre (válgame el refrán). Vamos, que no es una novedad como no lo es que el consumidor se queje constantemente de la baja calidad de los productos que adquiere; pero, claro, como lo dice un ministro que <<no es de nuestra cuerda>>, pues hay que intentar vapulearle y, en la medida de lo posible, conjurar el riesgo de que cierre algunos centros de fraude alimentario continuado intentando desprestigiarle y echarle. Sencillo, ¿no? Con todo, y para no abundar más en la cuestión, la cosa tiene fáciles respuestas: Si tus explotaciones ganaderas cumplen con los segmentos de calidad correspondientes, ¿de qué te quejas si contra ti no va nada, si a ti no te afecta? Si crees que el ministro miente, ¿por qué no le desmientes enviando -con un acta notarial anexo estaría bien- fotos y vídeos de tu explotación? Siempre he sostenido que los españoles carecemos de educación sobre la política y de educación sobre el consumo (entre otras) y cuestiones así me lo confirman. Antes de hablar conviene, a veces, por curiosidad, por higiene mental, por simple honestidad, analizar desde las fuentes y si hay que dar la razón a quien aborrecemos, a quien no nos gusta, pues se le da: se llama dignidad. Además, la verdad es la verdad la diga Garzón o su porquero.


Fotografía: La Vanguardia.


07/01/2022

Antesvacunas por antivacunas

    Alguien debería inventar e impulsar la <<desvacunación>>. Me explico: el argumento más esgrimido por los <<antivacunas>> no es el de la libertad de elección sino el del peligro que se corre al inocularse un microorganismo -atenuado- para que el sistema inmune reaccione. Para ellos, eso constituye un atentado contra su naturaleza; una agresión a su esencia por parte de un agente extraño inyectado de forma artificial, sin seguir la pauta del contagio <<normal>>. No es cuestión de intentar hacerles entender que cuando el elemento de contagio les entra en el cuerpo es más fácil anularlo si ese cuerpo tiene ya memoria, destreza y recursos, para combatirlo que si tiene que hacerlo sin ninguna referencia previa, sin la lección aprendida. Pero, a lo que voy. Los <<antivacunas>> rehúsan la utilización de las vacunas (Perogrullo no lo habría expuesto mejor, lo sé); partiendo de esta premisa y del derecho que tienen a ser respetados yo les conminaría a rechazar también todas aquéllas que les pusieron de niños y gracias a las cuales hoy pueden quejarse de las vacunas. No sé cómo podría hacerse, cómo se les podría <<contaminar>> (de alguna manera en que la vacuna ya puesta les resultase inútil) con el sarampión, las paperas, la varicela, la poliomielitis o cualquiera otra enfermedad -con altos niveles de mortandad- que si no está completamente erradicada (del primer mundo), sí está controlada gracias a las vacunaciones extensivas; eso, simplemente, para que gozaran de la bendición que supone padecerlas. Luego, una vez enfermos, a esperar que madre Natura siguiera su curso y el Instituto Nacional de Estadística hiciera su trabajo.




06/01/2022

Cuento de Navidad

Yo lo recuerdo… Bandadas de chavales bajo un frío insolente que descarnaba el alma. Apenas un par de horas después de comer se lanzaban al exterior. Cundían por todas partes, agrupados en sus pelotones amistosos, y recorrían las calles intimidando la tarde, colmándola de grumos ruidosos de petardos, de carracas ensordecedoras, de bromas de incipiente procacidad a costa de las zambombas, de risas vacacionales, indisciplinadas y francas. Luego, con la taimada paciencia de un vendedor ambulante, iban puerta por puerta entonando la misma cantinela: <<o cantamos o bailamos o nos dan…>>.  Aún veo, desvaídos por esta nostalgia amarillenta, los rostros desencantados de aquellos mozos tras recibir -casi como una ofensa imperdonable- unas piezas de fruta; su complacencia resignada cuando eran dulces lo que caía en sus panderetas; la alegría mal disimulada cuando las que redoblaban entre las sonajas eran monedas.
Me asomo a la ventana. Un silencio áspero unta estas calles. De aquellos risueños enjambres, tan irritantes a veces como enternecedores y reconfortantes,  no queda ni un leve eco cordial que remonte el viento acerado de la tarde. Sólo en las ventanas de enfrente, como vestigios dispuestos para orearse, algunos carteles tímidos anuncian sin convicción <<Felices Fiestas>> o <<Feliz Navidad>>; guirnaldas y espumillones, residuos ofendidos y viejos de otras Navidades, se enredan sin pasión en la barandilla de un balcón; algún árbol empachado de adornos en un salón finge alegría. Un altavoz desparrama cascados villancicos añejos…
Hay un algo triste y desencajado en esta atmósfera sobrecargada de tiempo, en el cuerpo desvencijado que añora y anhela un timbrazo súbito que rompa la soledad por un instante.
Vuelvo sobre mis pasos dejando en el suelo el charco de un estremecimiento nostálgico. Me acerco a la puerta de entrada apartando con manotazos invisibles la densa, casi viscosa, melancolía; el sabor agridulce de los fantasmas del pasado, el dolor punzante de los espectros del presente.
En el recibidor todo está en orden. En el azafate de alpaca dispuesto sobre la consola, acaricio con mi pulso débil un manso montón de monedas que mañana, cuando despierte, seguramente, seguirá allí…


31/12/2021

De cuando estoy poeta...

Dejad los vasos sin besos:
bebeos las bocas...
y la piel de la otra piel.
Miraos bien en los ojos
de los ojos ajenos
que os quieren ver.
Llenaos las yemas de los dedos
de roces acariñados
de otras manos que quieren ser
manos con dedos rozados,
yemas manchadas
de bocas, de besos, de piel.

04/12/2021

 Algunos domingos, cuando la mayoría de los parroquianos habían culminado el aperitivo y se marchaban a sus casas, nos quedábamos unos cuantos amigos todos a comer en el Capicúa de Fivasa. En ese rescoldo agradable, con la cerveza aún de cuerpo presente y el cuerpo presente embrujado aún por la cerveza, se desplegaban los platos sobre la mesa grande del fondo y nos sentábamos a disfrutar del momento. Risas, anécdotas, chistes, recuerdos, canciones más o menos comunes salpicaban las largas sobremesas. Hubo un domingo, sin embrago, -ya me había olvidado de él- en el que cundió la prisa. Apenas se terminó de comer, Tere sacó la guitarra y apremió: había que componer ya una canción con la que participar, aquella misma tarde, en el festival de la canción misionera (o algo así) en la Milagrosa. Participaban en el evento desde la época de estudiantes y año tras año, más por costumbre que por devoción a esas alturas, seguían acudiendo. No sé si me convencieron sus argumentos o ver cómo su tradición podía verse, de repente, quebrantada. Alguien me puso una servilleta de papel a mano y un bolígrafo. Yo, a qué negarlo, si no doy en la diana con las palabras estando sobrio mucho menos estando, como entonces, con alguna jarra de más. Pero, escribí. El resultado fue, a mi juicio, un padrenuestro sin dios, la interpretación espontánea del sueño de un fraude. Mi juicio, sin duda, estaba nublado porque se presentaron con esa letra y cuatro acordes al paso y gozaron de premio. Luego, más tarde -es caprichoso el azar- volví a oírlo. Habían venido mis primos de Sevilla y les hice un gira turística por eso de que <<con la de veces que hemos venido y no hemos visto nada>>. Entrábamos a la Santa cuando oí a alguien -por lo visto ensayaba para una boda- cantar ese peculiar padrenuestro improvisado en una servilleta de papel un domingo por la tarde. No sé por qué cuento algo tan intrascendente; tal vez porque he asociado una abstracción a que dios debe amar a los borrachos porque, imagino, como los niños, siempre dicen la verdad o porque no pecan o algo así. Sí, ha sido algo de eso: dios ama a los borrachos. Yo hace ya mucho tiempo que no bebo...

02/12/2021

Antivacunistas

    No deja de ser paradójico -o contradictorio- exigir ciertos «derechos» en un país de derechos delimitados y de libertades imaginarias. Es sorprendente que se abra un debate sobre el derecho-obligación a/de vacunarse cuando todo está constreñido por cientos de leyes y nadie cacarea. ¿Por qué no se va a obligar por ley a vacunarse? ¿Qué derecho vulnera esa imposición que no se vulnere en otros derechos? Mi derecho a conducir está supeditado a un carnet, mi derecho a elegir la identidad que desee, mi derecho a cruzar una autopista, mi derecho a salir desnudo a la calle con el cuerpo untado de mantequilla y con lacasitos pegados a ella, mi derecho a poner música a todo volumen a las cuatro de la madrugada, mi derecho a portar armas, a pescar, a hacer fogatas en el bosque, a no enrolar a los hijos en el sistema académico, etc... Todos los derechos están supeditados a eso llamado «bien común». ¿A qué derecho de los cojones se refieren los antivacunas que luego rinden religiosamente cuentas a Hacienda, cumplen con el límite de velocidad u observan con estricta pulcritud y diligencia el horario laboral?

27/11/2021


 

23/11/2021


 

03/11/2021

Literatura replicada

 Tal vez sea verdad y que en cuestiones literarias lo importante, lo trascendental, no sea <<sobre qué>> se escribe sino <<cómo>> se escribe ése <<sobre qué>>. Claro que, si esto es así, ¿qué importa entonces no aportar nada siempre que todo se ciña y reduzca a construir frases perfectas?

Me apasionan las novelas de intriga. O me apasionaban; no sé ya muy bien. Gozo, es cierto, con una buena narración de los acontecimientos, con un desarrollo con el contraste de lo lento y lo vertiginoso, con un desenlace imprevisto y espectacular en el buen sentido de la palabra. Sin embargo, ya cansan. Últimamente todas y cada una de las novelas que editan son calcadas: el mismo asunto, idéntica trama, similar desenlace, diferente gestión de las palabras para evitar plagios innecesarios. Vale que algún ilustre de las letras patrias haga sus corta y pega de otros libros, los ensamble más o menos coherentemente y luego desfigure los textos elaborando los propios de forma magistral; vale que cambiando un paisaje se cambie el contexto aunque permanezca la esencia de su origen; vale que el primer impacto, el inicial, sea contundente para atrapar la atención del lector. Pero, ya cansan. Ya cansan todos esos que con tanto desparpajo fluyen ahora por ahí dándoselas de detectives y saltan a la palestra por su bagaje periodístico, por su renombre y fama, por su proyección medio mediática. Y cansa, aburre, sobre todo que su falta de imaginación y criterio les haga pecar más de patéticos que de astutos. Cansa, y mucho, a mí, que desde hace un tiempo casi toda la producción de novela de intriga no sea más que un concurso de imitadores que no llegan a la talla de Eco, por ejemplo, por mucho que traten de remedarlo o enmendarlo. Cansa, sobre todo, que uno tras otro todos empiecen de la misma manera: con un cadáver muerto en extrañas circunstancias y, en su derredor, un puñado de miradas obscenas de las que descolla la del ejemplar sabueso (o sabuesa) que tras una accidentada peripecia resolverá el misterio. <<Nihil novi sub sole>>, decían aquéllos, y va a ser cierto porque va a ser verdad que todo está ya escrito y que no hay que buscar la originalidad, una originalidad que puede que no exista y eso reduce y complica las cosas de las musas, sus inspiraciones y sus expiraciones, inyecciones y deyecciones de la invención inclusas. No creáis todo lo que os recomiendan los críticos, las revistas especializadas o vuestro vecino del quinto be. Aunque yo, a qué fingir, seguiré bajo el pernicioso hechizo del misterio aunque en la tercera página ya se vislumbre quién es el asesino: el mayordomo.

Músicos callejeros

 Todas las calles deberían tener músicos y todos los músicos deberían tener calles. Aplicamos, con demasiada frecuencia, el concepto <<música callejera>> con énfasis peyorativo. A mí me parece que esos <<músicos callejeros>> ennoblecen, dotan de virtud, las calles. Siempre habrá quien al verlos en las calles los tache de holgazanes, de zánganos improductivos que <<más vale que se pusiesen a trabajar>>. Bueno, están en su derecho de decirlo porque todo el mundo, por el hecho de ser mundo, tiene derecho también a ser imbécil. No sé cuántos serían capaces de salir, de exponerse, así para <<ganarse el pan>>. Yo no imagino a un oficinista ofreciéndose a rellenar formularios e impresos de nuestra engorrosa administración. Yo no imagino a un docente pregonando sus clases de Filosofía. Yo no imagino a un sastre tomando medidas, cortando piezas de tela, haciendo patrones, cosiendo prendas, en la calle. El músico callejero hace de la calle un lugar menos hostil, menos impersonal, más ameno y disfrutable. La música amansa a las fieras; eso lo saben algunas fieras y por eso no quieren música en la calle, porque no quieren dejar de ser fieras. Cuando un músico forma parte del paisaje se crea entre quienes se paran a escucharle unos segundos una especie de vínculo, de comunión trascendente, de complicidad. Yo lo veo así. No me parece mal que haya músicos callejeros. No me parece mal que haya música en la calle. De hecho, ya puesto a ser egoísta, me evitaría -si alguien se pusiera a tocar frente a mi casa o bajo ella- el tener que oír el arrastre permanente, constante e interminable, de sillas de los cretinos de arriba, los gemidos lastimeros de su puto perro cuando tiene ganas de orinar y tardan siglos en sacarle o al cazurro y gárrulo que, en vez de llamar a Ramón usando el portero automático, se pone a dar gritos desaforados como si estuviese practicando para ser manifestante o fanático de algo.