Los españoles -o este revoltijo celtibérico- tenemos una dramática inclinación a magnificar lo insignificante y a porfiar lo absurdo; absurdo al que concedemos carta de falsa importancia. Somos ridículos: no en vano aquí nació el esperpento.
Esa obstinada inclinación atávica nos ha llevado a enredarnos en guerras sórdidas e innecesarias, en peticiones clamorosas de obtusa esclavitud y sumisión a las "caenas", en "pifostios" cainitas superficiales y patéticos.
España antes de la reforma del XIX |
En esta rijosidad nos desenvolvemos, nos desarrollamos.
Ahora -según parece y desde hacía ya una tanda- lo español vuelve a estar de moda en todo el mundo menos en España.
Blandiendo una discriminación identitaria fecundada por una lengua diferente, muchos han iniciado una ofensiva que pretende abarcar todos los frentes y, en ellos, eliminar todo cuanto huela a español. Nada queda a salvo; todo es susceptible de ser denostado al rumor de la más leve sospecha. Del extremo de las corridas de toros a la negación de la selección de fútbol y el campeonato recaudado.
El problema, sin embargo, radica en la confusión (adrede o no) de conceptos y atribuciones. Tienen razón quienes renuncian a y denuncian que España sea ese cúmulo paleto de tópicos despreciables, la tríada flamenco, toros y paella, o el espectáculo exclusivo de los coros y danzas. España, en efecto, es mucho más que eso. Pero, de la misma manera, yerran también quienes con la mala fe de su sangre abominable adjudican la asociación de español-castellano y en ella fundan su rencor ancestral. El odio del nacionalismo a Castilla es estremecedor... e injustificado. Claro que con algo han de justificar su posición, sea una conjetura, una verdad a medias o una mentira grosera.
Lo más admirable de estos empeños es la constancia y la resistencia. Y lo cierto es que al final una de las dos partes habrá de ceder: una gana y otra pierde.
En el "todo sirve" excusatorio hay muchas ofensas que las partes vulneradas callan por no atizar más la hoguera. Son ofensas que, convenientemente amañadas y maquilladas, se transforman en rehiletes contra los propios ofendidos. Ejemplos hay a millares: España no nos quiere, nuestro cava no lo compran (cuando es prácticamente imposible encontrar productos no catalanes o vascos)... Es el arte de dar la vuelta a las cosas conscientes de que no se hallará respuesta contundente desde la otra orilla. Mentiras y caloñas perfectamente diseñadas y orientadas a generar confusión en los ignorantes y ganarlos para la causa.
Tanto calan estas triquiñuelas en las mentes permeables que han conseguido que el mayor defensor del independentismo catalán sea un "charnego". Que la intención de Montilla sea algo tan vulgar como la vanagloria de pasar a la Historia como el primer Presidente del Estado catalán es baladí... Pero, no hay que despreciar la soberbia de un hombre.
Conseguir la independencia no es una pretensión descabellada, aunque sí peculiar. No lo digo por la relación entre paisanos vecinos en esas fronteras difusas, confusas, diluídas en una abstracción lógica y en donde la lengua distinta no marca la línea separatriz que impide la mezcla y la comunicación. Los mozos de un lado seguirán yendo a las fiestas de los pueblos del otro lado, a visitar a sus zagalas o a trabajar sus campos; el vendedor ambulante, el buhonero, el tratante, seguirán pasando de un lado a otro con la certeza de estar en el mismo paisaje y entre la misma gente; los de un lado seguirán yendo a las celebraciones de sus parientes de más allá...
Y eso es lo que hará una gran parte de los tipos enardecidos y enconados con el independentismo. Accederán a la independecia, la obtendrán o la impondrán cuatro o cinco años más allá para "volver" de vacaciones a España, al pueblo de origen con ese aura de emigrado triunfante, de indiano nostálgico anhelante de que en una de las nuevas rúas del pueblo prospere su nombre.
Un espectáculo lamentable en el que todo cambiará, todo empeorará... para seguir, en el fondo, en la intimidad, siendo igual.