Con don Miguel aprendí cómo es el viento que bate, apoteósico, las espigas despojándolas de la mortal escarcha; lo que es la soledad orgullosa; el dolor, la compasión, la miseria, la ternura impecable de la gente sencilla, la resignación ante la adversidad poderosa e inevitable, ante el ciclo inexorable e inclemente de la vida.
Con sus palabras se crispó indignado mi espíritu reventado por la injusticia de los caciques y los señoritingos, por la frivolidad, por ver la humildad sometida a voluntades y vanidades insoportables.
Descubrí palabras sencillas, nombres, lugares impensables: cotarraDonalcio, Pezón de Torrecillórigo, Azarías, Mamés, Quirce, Régula, Columba, Cayo...
El tiempo lo midió en cinco horas, en el santoral, en la mirada tensa a la luna y a la nube cerrada y opulenta que se acerca por un horizonte impreciso...
A su través vi la vida de los desgraciados, de los miserables humillados y vi cómo la dignidad y el afán de sobrevivir empujan a resistir estoicamente.
Aprendí cómo las palabras son capaces de estremecer y emocionar. No las palabras: sus palabras.
Las escritas, porque en las volanderas se prodigaba poco.
Afirmó el periodista:
-Don Miguel, es usted muy lacónico.
-Sí- respondió Delibes.